martes, 9 de junio de 2009

CASTIGAR Y LUCRAR

Pedro Miguel
La idea de convertir las prisiones en negocios particulares no la inventaron Felipe Calderón Hinojosa ni Genaro García Luna: se puso en práctica hace más de un siglo, en Estados Unidos, con resultados tan negativos que llevaron a su abolición.

En los años 80 del siglo pasado, la oleada de privatizaciones impulsada por la “revolución conservadora” de Ronald Reagan y Margaret Thatcher llevó a poner en manos privadas, en esquemas de abatimiento de costos y de alta rentabilidad, muchas prisiones.

El sentido común indicaría que el carácter público de la cárcel –una de las instituciones más antiguas del Estado– tendría que ser tan irrenunciable como las atribuciones estatales de castigar a quienes violan las leyes, proteger a la sociedad de individuos peligrosos o rehabilitar y procurar la readaptación y la reinserción social del delincuente.

Pero no: ahora el grupo en el poder formalmente encabezado por Calderón Hinojosa busca crear oportunidades de negocio para los Cheney y los Hank González (La Jornada, 7/06/09, p. 11) y, por supuesto, deja de lado las implicaciones éticas y las consecuencias prácticas de transferir la circunstancia de los reos, se vea como castigo o como rehabilitación, a un ámbito regido por las lógicas de la ganancia, la productividad y la rentabilidad.

Si predomina el espíritu punitivo, los consorcios que se hagan cargo de las prisiones buscarán incrementar sus utilidades mediante la expansión del universo de infractores.

Y no es una hipótesis: recientemente, la columnista Amy Goodman (Democracy now, 17/02/09) relató el caso de dos jueces de Pensilvania, quienes, en el curso de varios años, ordenaron, sin fundamentos, el encarcelamiento de casi 5 mil menores, a cambio de más de 2 millones y medio de dólares en sobornos que les fueron otorgados por constructoras de prisiones y empresas carcelarias. El caso, descubierto por el Centro de Derecho de Menores (JLC, por sus siglas en inglés), culminó en la condena de los magistrados Mark A. Ciavarella Jr. y Michael T. Conahan.

De acuerdo con un estudio del Comité de Errores Legislativos de Tennessee, las cárceles privadas de Estados Unidos, sometidas a un implacable abaratamiento de costos y a todo ahorro posible, son tres veces más violentas que las públicas.
Por lo demás, el negocio es el negocio: de cara a la readaptación social, los presos que cumplen sus sentencias en establecimientos privados disponen de muchos menos programas educativos, culturales y de superación de dependencias que los que se encuentran en cárceles administradas por el poder público.

Una de las implicaciones más aterradoras de la privatización carcelaria es el panorama laboral que deben enfrentar los reclusos, en muchos casos indistinguible de la esclavitud: en las cárceles particulares del vecino país del norte, los presos no pueden negociar el monto de sus ingresos ni, por supuesto, organizarse en sindicatos, carecen de prestaciones elementales y se les suele descontar de su ingreso el pago correspondiente a “habitación y comida”.

Tan rentable es la mano de obra de los prisioneros que se ha dado el caso de empresas maquiladoras que cierran sus plantas en México para ir a hacer lo mismo en prisiones estadunidenses. En tales circunstancias, es claro que la rehabilitación es sencillamente inviable y los derechos humanos quedan en una mera declaración carente de vigencia.

En el contexto nacional, la privatización carcelaria es continuación del ciclo de privatizaciones que arrancó a partir de los gobiernos de Miguel de la Madrid y Carlos Salinas, caracterizado por la profunda corrupción y opacidad.

Ya tendremos un programa de res-cate, con dinero público, but of course, para morideros en bancarrota gra- cias a los malos manejos de sus dueños particulares.

Pero eso no es lo peor: si actualmente el panorama carcelario del país es una sentina de complicidades, códigos de negocio secretos y favores comprados, imagínense lo que le espera cuando los honorables concesionarios del negocio de castigar se vean en la posibilidad de regatear, cara a cara y en directo, con sus no menos distinguidos huéspedes o, mejor dicho, con su clientela más destacada: de empresario a empresario, con la lógica inexorable de la máxima utilidad y el más alto factor de costo/beneficio, y sin las mediaciones tontas de la legalidad, la rehabilitación, los derechos humanos y demás inventos nocivos para la productividad, la rentabilidad y los sistemas de gestión de calidad.

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