sábado, 16 de septiembre de 2017

III. El temblor

@NietzscheAristovie 15 sep 2017 22:53
 
  
 
 Por el temblor, por necesidad, me fui a Sotelo.
Por el temblor, por necesidad, me fui a Sotelo.
Foto propiedad de: Internet
Temblar. Titiritar como si sintieras frío en los huesos. Temblar y paralizarte en tu piso o bajar con las piernas agarrotadas y el nudo en la garganta a un grito de romperse. Temblar y quedarte o huir, escapar de la ciudad acechada por malditos cataclismos. Cuanto más lejos, mejor; mayor alivio al aliento temporal. Después del temblor, muchos salieron de la ciudad de México. No por gusto. Unos por necesidad otros por miedo. También hubo movimientos intestinos. De las viejas colonias del centro a la periferia. Yo me fui a vivir a las Lomas, de Sotelo. Y en realidad no por temor. Enrique, amigo de Roberto, el que nos pagó el viaje a Acapulco, me ofreció temporalmente su apartamento de soltero. Supo que mi edificio en Castilla y Xola se había derrumbado y se mostró generoso. A Enrique ya lo conocía bastante bien. Profesor del Politécnico, siempre sonriente, ignoraba yo cómo habría contactado a Roberto. Se convirtió en promotor y mecenas de La Atlántida, obra de teatro de Óscar Villegas que habíamos montado en la Facultad. Compró música de cabaret y cierto vestuario que nos hacía falta. Nos presentó en el auditorio de Zacatenco, en el Chopo y arregló una breve temporada en el Teatro Legaria. Yo agradecía cada representación porque me daba la oportunidad, en mi papel de Buzo, de disfrutar a Margarita –exuberante cuerpo, seductores ojos de vaca triste y labios gruesos-, que encarnaba a Virginia. Al terminar cada función nos íbamos por tacos y cervezas a la colonia San Rafael, Enrique, quien pagaba, Roberto, Carlos y yo. Discutíamos el desarrollo de la misma, las fallas técnicas, la reacción del público y, cuidado, nuestras actuaciones. Enrique elogiaba mucho a Roberto en su papel de Chester. Yo me enojaba sin decirlo porque el aplauso que Beto recibía no era debido a que, según mi apreciación, fuera tan buen actor, sino al sinnúmero de vulgaridades del parlamento de Chester; que él aumentaba aún con creces y el público celebraba desmesurado (como hace con toda esa horda de burdos comediantes que agregan malos chistes y albures a las obras; es una plaga insoportable que el doble sentido y el humor elemental predominen en la falta de gusto del público de hoy): celebraba con su simpatía y mayores aplausos. A su vez, Beto estaba molesto porque cuando Ramiro, el director del grupo, nos reunió antes de poner la obra para evaluar nuestro rendimiento, nuestras posibilidades y asignar personajes, a él le dijo que era muy bueno sobre todo para la comedia y a mí, que era muy chingón para todo lo que quisiera. Aun así, a él le asignó Chester, principal papel masculino y a mí uno menor, Buzo. Aunque como chingón que era me iba a usar de comodín para todos los personajes varones de La Atlántida y otras puestas escénicas. Desconfiaba yo de todas maneras del criterio de Ramiro porque en la elección del reparto, por ejemplo, el Ronco Silva que era gordo y fortachón -conocido como El Ronco porque estaba afónico a perpetuidad, las cuerdas vocales colapsadas-, interpretaba al Locutor que nunca se logró escuchar, su voz sonaba a gis contra pizarrón, y Carlos, que era más flaco que una lagartija desértica, era el Luchador Enmascarado; y como signaría cualquier crítico teatral en México: “Margarita estaba muy bien como Virginia la puta, pero no San Juana como su santa madre”, etcétera.

A propósito de rameras, Ramiro, ferviente admirador de la técnica vivencial, nos llevó al Bombay, en Garibaldi, cuando montábamos la obra para que experimentáramos directamente y rozáramos en carne viva a las prostitutas. Para salpicarnos de realidad. Según el Ronco Silva, Ramiro nos sugirió tomar unos tragos y bailar con las putas, pero nos advirtió que no las besáramos en la boca. Yo nunca oí semejante conseja. Tampoco recuerdo bien a bien el recuerdo del Ronco: que una vez iniciada la noche de cabaret y ya elegidas nuestras musas, al poco rato fuera yo acelerado, urgido y con los labios pintados de carmín, a pedirle dinero prestado porque me había enamorado ipso facto de una de las chicas y me la quería llevar al hotel. Lo que sí recuerdo con claridad es que amanecí en Garibaldi, oyendo mariachis ajenos y sin un peso. Al romper el alba dirigí mis pasos hacia el sur, andando, solo, por todo el Eje Central.

Traíamos pique Beto y yo. Al percibirlo correctamente, Enrique lo usaba para divertirse. Algunos días pasaba en su coche por nosotros al metro Universidad y llegábamos al Ebro, cantina en la colonia Doctores, cerca del Eje Central. Comíamos botanas y yo me embriagaba con vodka y jugo de naranja. Alguna vez, ya ebrios (¿ebrio y Ebro tienen la misma raíz?; recuerdo que Ebro es un río al este de España, antes conocido como Íber por la región de Iberia o viceversa, mencionada, y por tanto petrificada, por Heródoto de Halicarnaso como Iberia, y hoy se habla de íbero y de la mayor y cómoda generalización, iberorromance, iberoparlante, iberoamérica, iberoamericano,… Y a los íberos del Ebro y a sus vecinos carpetovetónicos, todos habitantes de la zona central ibérica, les encantaban los violentos y goyescos sufijos con erres -perro fierro cerro marro zorra burro (a un burro, Platero, Juan Ramón Jiménez le platica la nobleza que adquirió para él su lugar de nacimiento cuando supo que su Monturrio había sido nombrado originalmente Mons-Urio, Monte de Oro, por los romanos; sabiéndolo, podrían vivir y morir contentos sin buscar al responsable de la desdeñosa y gravosa mutación, ¿a quién envidiarían ya?) zurra porrazo putarraco carroña marrano macuarro cagarruta pintarrajeada despatarrada chaparro catarro guijarro machorra pedorro zurriburri amurriado paporreta peorro…- delatando “no sabemos qué de brutalidad o salvajismo –porque su sonora desinencia nos hiere inmediatamente el oído-, muy lejanas de la elegancia del francés y de la gracia del italiano” nos ha dicho el sabio Alatorre), ya bien ebrios, decía, nos llevó al Poli para aplicar y calificar los exámenes de sus alumnos. Fue un auténtico desmadre que es mejor olvidar. Cuando salimos de Zacatenco, continuamos nuestra jornada de perdición… Fue después de ese evento cuando como premio nos llevó al hotel Plaza Condesa en Acapulco, que en ese tiempo me pareció un lugar extraordinario; sobre todo porque nos recibió un lluvioso y cálido anochecer.
Yo me hospedé con Carlos y Beto con Enrique. Allí quise fornicar a una gringa gorda con la que bailé y agasajé en el bar. Yo estaba muy caliente luego de casi dos años de celibato forzoso en el deéfe. La fornida gringa se carcajeó y me cerró la puerta de su habitación en la nariz. Regresamos de la playa antes del sismo. Beto siempre junto a Enrique y yo distante de Carlos que por lo regular andaba hasta atrás de mariguana, “ni me hables mano, porque estoy en el viaje cabrón”. En una de las escasas ocasiones en que conversamos con cierta lucidez, me confió, entre chupadas intermitentes de mota, su mayor ilusión, su más grande fantasía artística: soñaba con algún día salir a escena directo a proscenio, darle la espalda al público, bajarse los pantalones zarandeando las nalgas al aire y, ofreciendo la vista del hoyo oscuro, sorrajarles, cual carcajada aguardentosa y grave, un enorme pedo sonoro. “No quiero más que eso cabrón. Nada de palabras ni de puterías. Sólo un pedo es lo que pido”. Ignoro si el cerebro de Carlos habría ya para entonces digerido a Aristófanes o si los alcances de su ilusión eran mera inventiva de su ingenio empírico.
 Por el temblor, por necesidad, me fui a Sotelo. Y aunque la acción comunitaria del cuarteto empezó a diluirse después de Acapulco, mi relación con Enrique se afianzaría…
P.d. Fragmento inicial de “El temblor”, tercer capítulo de la novela inédita, Chilangos, de Héctor Palacio.

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