lunes, 18 de septiembre de 2017

Reflexiones sobre educación
Bernardo Bátiz V.
E
l titular de la Secretaría de Educación Pública (SEP), Aurelio Nuño, en un programa de radio y en otros medios, acusó a maestros de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación, sección 22 de Oaxaca, de haber cometido un acto de bajeza; así lo calificó. Dijo que ellos, críticos de la reforma educativa y solidarios con la comunidad, trataron de impedir el censo de las escuelas dañas por el sismo del 7 de septiembre.
No esperó mucho por la respuesta. La acusación me pareció inverosímil desde que la escuché. Un día después, dirigentes magisteriales contestaron negando la acusación y señalando de mentiroso nada menos que al encargado de la educación en México. Si Nuño tuviera razón, si fuera cierto que maestros trataron de impedir el censo de planteles escolares dañados, debería tener como respaldo alguna denuncia, datos precisos de quienes fueron los que pusieron obstáculos y de qué manera lo hicieron.
Pero no aclaró nada y, hasta donde sé, no se ha vuelto a ocupar del tema. Una falla más en los altos niveles de gobierno, que se suma a otros muchos equívocos, información imprecisa y la actitud que ha herido profundamente derechos de los docentes. La imprecisión respecto de la acusación se suma a una ausencia de más fondo: ni la SEP ni el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación han aceptado debatir a cabalidad la llamada reforma educativa; verdaderos expertos en la materia, reconocidos en México y en el extranjero, han hecho críticas puntuales que quedan sin respuesta.
No sólo los profesores organizados, sujetos a persecuciones, calumniados y siempre en riesgo de perder su trabajo, son los que se oponen a lo que ellos han llamado con razón reforma laboral o reforma política encaminada a desmantelar las organizaciones de trabajadores de la educación y a preparar un sistema de enseñanza al estilo y gusto del neoliberalismo y acorde con los intereses empresariales. Maestros y doctores como Manuel Gil Antón, Manuel Pérez Rocha, Raquel Sosa Elízaga o Ángel Díaz Barriga han expresado con seriedad y bases sólidas lo perverso y endeble de la acción oficial en la materia.
La educación es el hilo conductor de la historia; es el proceso social por el cual se mantiene la unidad de una comunidad a través del tiempo, es la entrega de estafeta de valores, pautas conceptuales y de comportamiento, cultura en una palabra, de la generación madura a quienes vienen detrás. Por la educación se transmiten a los nuevos integrantes de la colectividad los conocimientos y los valores de las generaciones anteriores.
En México tenemos una larga tradición en educación; en el mundo prehispánico, instituciones para transmitir cultura y prácticas sociales fueron sus peculiares escuelas, el calmécac y el telpochcalli. Durante el virreinato, en forma asombrosamente rápida, la Iglesia católica tomó a su cargo la educación de niños y jóvenes y al mismo tiempo que se multiplicaban villas y ciudades a lo largo del país, se establecían escuelas parroquiales, y en las grandes ciudades como México, Valladolid o Pátzcuaro, especiales para la aristocracia de los pueblos originarios y en todas partes, cuando menos, para propagar la fe trasplantada y rápidamente aceptada.
Durante el siglo XIX la lucha por la educación corrió paralela con la lucha por el poder. ¿Quién debe educar?, ¿quién debe hacerse cargo de transmitir valores y habilidades?, fue el gran debate entre conservadores y liberales. La Constitución de 1857, en su artículo tercero significó un triunfo del laicismo al establecer en forma escueta que la educación será libre.
Al triunfo de la Revolución, al enraizarse una ideología democrática e igualitaria, en cuanto hubo un poco de estabilidad, durante el gobierno de Obregón, en escasos cuatro años, José Vasconcelos, desde la universidad y luego como secretario de Educación Pública, impulsó un eficaz programa educativo de largos alcances; fundó escuelas; trajo expertos del exterior; editó libros; promovió arte y cultura; envió misiones educativas hasta los últimos rincones del país; promovió la educación popular con escuelas elementales, y –es importante destacarlo– dio un gran paso al iniciar las normales rurales que en el gobierno de Lázaro Cárdenas adquirieron gran relevancia. Se trató de un programa total, con óptimos resultados y congruente con los principios de justicia social, igualdad y democracia. Sus frutos son el primer intento de universalidad de la enseñanza y el impulso para lograr la integración de escuela y comunidad.
Aún disfrutamos de sus resultados, las escuelas normales que han sabido resistir, la Universidad Pedagógica Nacional, el Fondo de Cultura Económica, la sobrevivencia de licenciaturas emblemáticas, como la de intervención educativa, los programas de alfabetización y otros.
Lamentable que hoy, gobernantes que ignoran historia, que desconocen la cultura mexicana y la lengua nacional pretendan dar marcha atrás sin explicarse bien y sin aceptar un debate a fondo al gran esfuerzo histórico de la educación nacional.

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