martes, 25 de febrero de 2020

Problemas capilares
Cuando era joven (bello no me tocó) el problema no existía: no me cortaba el pelo nunca, y listo. Luego tuve una pareja que me llevaba periódicamente a una estética muy fifí (pirrurris, se decía por entonces), pero cuando ocurrió la separación me pareció que sería muy insensible de mi parte seguir compartiendo con ella algo tan íntimo como la tijera con la que te cortan el pelo y la plática de quien realiza el corte, de modo que empezó un angustioso peregrinar por distintos locales.
Muchos meses después, cuando la situación se tornaba desesperada y empezaban a prohibirme el ingreso a las sucursales bancarias debido a mi aspecto, di con un peluquero aceptable y barato. Fui su cliente leal durante largos años hasta que me hartó porque empezó a entrar en decadencia y dejadez: las pilas de revistas de encueradas se amontonaban sobre un lavadero para shampoo que no usaba jamás, le dio por comer tortas de milanesa mientras operaba y, para colmo, su plática fue derivando a un execrable anticomunismo empanizado que durante el plantón de Reforma llegó a grados detestables. Fue uno de los primeros de mi entorno en hacerse adicto a las dosis de odio en contra de AMLO.
Pero la gota que me colmó el vaso no fue eso sino su versión de la invasión alemana a la Unión Soviética, que según él se había malogrado únicamente por culpa del invierno:
–Los pobres nazis se empezaban a congelar y cuando perdían el movimiento de las extremidades salían los malditos rusos de sus escondites y les daban el tiro de gracia, ¡pum! –exclamó dando un brinquito, como para imitar el retroceso del fusil soviético, mientras de su boca salían pedazos de milanesa como si fueran las esquirlas de una granada de fragmentación.
No dejé que terminara el corte. No es que aquella historia fuera cien por ciento falsa pero enough is enough, así que me paré, me quité el babero de un tirón y sin limpiarme las virutas de pelo que me colgaban por todas partes y con una mitad de la cabeza bien planchada y la otra mitad hecha un desmadre, lo mandé al carajo y salí de allí para siempre.
Revisé mi lista de contactos para rogar por alguien que me sacara de la emergencia y para mi buena estrella uno de ellos me envió de inmediato con una señora que tenía un localito en Coyoacán y que se apiadó de mí entre risitas sardónicas. No era demasiado carera pero sí muy profesional y precisa, y también desgraciada: su hija tenía problemas de salud, su madre tenía problemas de salud, su yerno tenía problemas de salud, su tía abuela tenía problemas de salud y su perrito se la vivía en el veterinario. Pero además de todo era muy rápida, de modo que no tuve que escuchar más que tres o cuatro expedientes clínicos. Y como a esas alturas ya me había quedado claro que la buena plática no necesariamente es compatible con un buen corte de pelo, le fui fiel durante casi dos sexenios.
Mi padecimiento se reactivó hace un par de años, cuando ella tomó la decisión de entregarse en cuerpo y alma al quirófano junto con toda su familia y convertirse en una paciente profesional y de tiempo completo. Varias veces al año mi aspecto empieza a rimar con tres por ocho, con el autorretratro de Goitia o con la figura de Saddam Hussein al momento de su captura, y me veo orillado a una angustiada búsqueda de alguien que me devuelva una apariencia mínimamente civilizada. En ese bregar he pasado por peluquerías antiquísimas en las que el Parkinson del propietario se traduce en crestas extrañas e inesperadas en mi patrimonio capilar, por barberías de moda en las que un vato tatuado de la nariz al escroto insiste en imprimirme un estilo de biker o de guitarrista de rock postardío, y por estéticas cuyas empleadas creen que ya se ganaron el Premio Nobel cuando me dejan hecho un french poodle.
Y es en esos momentos cuando me digo que ya basta, que el Cosmos es un lugar pinchísimo y que en vez de buscar quien me corte el pelo debería encontrar a alguien que me corte la cabeza.

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