La última dirigencia
David Penchyna Grub *
U
na frenética carrera al precipicio. En eso se convirtió la contienda por la Presidencia del Comité Ejecutivo Nacional del Partido Revolucionario Institucional (PRI). No importa el destino del partido, sino hacerse de él; de lo que quede. No veo una agenda de reconstrucción sino de administración de los despojos.
La doble renuncia de José Narro a la contienda y a su militancia priísta es sintomática del momento que vive el partido. Un hombre de trayectoria intachable, con un vínculo atípico y profundo con los jóvenes, dado su paso por la UNAM, un médico reconocido en la hechura de políticas públicas de salud; un personaje empático y honesto que –cualquiera con algo de cordura podría decir– es precisamente el tipo de perfiles que el PRI requiere asociar a su marca. Ese perfil honorable no solamente deja su aspiración por dirigir al PRI, sino evidencia la crisis profunda, sistémica que atraviesa el partido.
Con la derrota fresca en la memoria, la pérdida del poder y el ánimo de la militancia en el subsuelo, el PRI tendría que estar imaginando cómo reconstituye puentes de comunicación con el ciudadano común, convirtiéndose en una oposición inteligente y responsable. En vez de eso, el debate público sobre la renovación de la cúpula es si el padrón de militantes es fiable. No hemos entendido nada: para el mexicano de a pie esa discusión sólo confirma lo que ya cree. Reivindica el por qué nos quitó su confianza y solidifica toda percepción negativa sobre lo que significa ser priísta.
En el momento más delicado de la historia partidaria, en el que la fragilidad institucional y la escasa legitimidad son nuestro sello, elegimos no ser ejemplo sino motivo de escarnio; el PRI ha optado por hacer lo que sabe hacer, sin entender que eso, precisamente eso, es lo que provocó la debacle.
¿Qué incentivo tiene hoy un militante para decirse priísta, para ir a votar en una contienda por la dirigencia nacional?, ¿lealtad, estoicismo, masoquismo?, ¿qué incentivo tiene hoy un ciudadano común y corriente para coincidir con el PRI?, ¿qué propone el PRI, qué significa el PRI, qué agenda defiende, qué posiciones adopta de cara a los problemas nacionales? Anhelar militantes en abstracto, partidarios por default, simpatizantes en automático por el orgullo de ser priísta, es de otros tiempos. La amalgama que significaba el poder del Estado y la identidad partidaria, con la bien construida narrativa de la construcción de instituciones y la paz social, duró lo que tenía que durar; es de otra generación, de otro siglo, se acabó.
Por eso, de cara a una elección herida por la pérdida de un contendiente de primera línea, vale preguntarse si más allá de los nombres que representen al PRI, no resultaría conveniente reflexionar, pública y abiertamente, qué queremos representar, a quién, por qué y para qué: ¿qué pasó en 2018?, ¿qué banderas queremos defender?, ¿en qué parte del espectro político estamos: izquierda, centro izquierda, centro derecha, centro, socialdemocracia, la vacuidad ideológica absoluta?; ¿quiénes deben y no deben ser priístas?, ¿a qué aspiramos: recuperar el poder, ser oposición digna, administrar la derrota?
Dar respuesta a esas interrogantes, plantearlas siquiera en el seno del partido, resultaría más relevante que la banalidad de la disputa. Al paso que vamos, la nueva dirigencia puede ser cabeza de un partido vacío, sin militantes. Dueña de la nada, administradora del vacío.
La democracia –estoy convencido– da segundas oportunidades, pero no sé si terceras. El averiguarlo podría ser la brújula para que el PRI rencontrara el ánimo, la serenidad, la visión para reconstituirse. Aprovechar la derrota electoral para reconstruir los cimientos, dar vuelta a la página y pensar en el futuro. Reflexionar, aprender, corregir. Lo mínimo indispensable para garantizar que la próxima dirigencia no sea la última.
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