Lodo
A los 13 o 14 años, allá por el año del Señor de 1972, o sea, del Señor Juárez (gracejada para mis coetáneos fósiles), me fui con tres condiscípulos de la Secun a alfabetizar en una localidad perdida de Tlaxcala. Transitar los 130 kilómetros desde el entonces DF nos tomó tres horas en autobús, cuatro en un camión de redilas que distribuía refrescos y latas de sardinas en salsa de tomate y otra hora más a pie. Estuvimos un par de meses viviendo en algo a lo que le llamaban “la escuela”, que era un manojo de veinte tablas viejas no muy distinta a muchos de los planteles de la actualidad. Como lo único que había en abundancia en ese pueblo era lodo, estuvimos los dos meses tratando de construir paredes de bajareque, que podían ser menos hostiles que los palitos chimuelos y desordenados, pero no pudimos concluir la tarea.
No vayan a creer que nuestra misión era algo más estructurado que el recinto escolar que nos –es un decir– albergaba: no teníamos la menor comunicación con el mundo exterior (el teléfono más cercano quedaba a dos horas de camino); a diferencia de lo que por fortuna ocurre hoy en día con las campañas de alfabetización que organizan el Logos, el Madrid, el Vives y esas, no llevábamos un método didáctico, no había una escuela que nos respaldara ni existía el enjambre de oenegés que hay actualmente, ni médico, enfermera o chamán capaz de auxiliarnos en caso de emergencia. Éramos cuatro pubertos inconscientes perdidos en algún lugar de la casi nada comiendo papas cocidas todos los días, conformando valiosas colecciones de piojos y garrapatas en nuestros organismos y sin más norte que el de la consternación y el sentimiento de impotencia ante la miseria omnímoda. La pretensión de hacer algo positivo por esa pobre comunidad era como querer secar a alguien con una toalla cuando está a mitad de la alberca.
Desde entonces pienso que lo primero, lo primero, lo primeritito, es lograr que los niños no tengan que tomar clase con los pies metidos en el lodo. Ya si eso se logra, pónganse a discutir que si Freinet, que si Montessori, que si Piaget, que si Dewey, que si Freire, que si todos ellos juntos, que si A. S. Neill, que si Makarenko, que si ninguno de los anteriores o que si una selecta y equilibrada combinación entre las deidades de la Pedagogía; yo apoyaré sin reservas lo que decidan pero primero, lo primero, es que los niños saquen los pies del lodo.
En los más de 45 años transcurridos desde entonces esa idea no ha dejado de rondarme la cabeza y el hígado y de repente, ¡pum!, logramos imponernos en las urnas, El Peje se mete en Palacio y un día sale de su despacho con la noción clara de que hay que erigir escuelas en donde hay chozas del Paleolítico y de cómo hacerlo, convoca al programa “La Escuela es Nuestra”, involucra a las comunidades en la obra y las obliga a organizarse para que puedan emprenderla, y descubro que esas más de cuatro décadas de mi vida han tenido sentido, y que si ese programa fuera lo único, pero lo único que ha hecho la Cuarta Transformación, los tres lustros que he caminado en este movimiento han valido la pena. Con creces.
Y cómo no voy a ponerme a chillar como un idiota cuando veo las fotos de las primeras asambleas escolares en las que entre alumnas y alumnos, profesoras y profesores y madres y padres de familia están decidiendo cómo van a construir, reparar y dignificar sus planteles y que ahora sí, por fin, carajo, los niños ya no van a tomar clases con los pies en el lodo nunca más.
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