CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Imagínense el siguiente escenario. Después de los sismos de septiembre 2017, el candidato del PRI, José Antonio Meade, anuncia la creación de un fideicomiso para ayudar a los damnificados. El fondo privado es incorporado por personajes que simpatizan con el priismo, y tiene la misma dirección legal que la sede del partido. A ese fondo llegan múltiples aportaciones en efectivo por parte de personas no identificadas, incluyendo sumas que sobrepasan lo permitido por la ley. También llegan fondos de parte de empresas, lo cual está prohibido. El fideicomiso comienza a operar pero no le informa a la autoridad electoral los ingresos que recibe, y tampoco explica los egresos. El fideicomiso reparte una porción significativa de lo recaudado en efectivo, vía militantes o candidatos del PRI. Cuando surgen interrogantes en torno al comportamiento del fideicomiso, la reacción inicial del PRI es argumentar que como es un ente privado, no está sujeto al escrutinio de la autoridad electoral.
Si esto hubiera ocurrido, habría ardido Troya. La reacción de los opositores del PRI y la opinión pública hubiera sido contundente. “Compra de voto”, “clientelismo”, “lavado de dinero”, sentenciarían los críticos y la comentocracia, aunque no se comprobara el vínculo entre el donativo y el voto. No se le habría dado el beneficio de la duda al PRI ni se habrían defendido sus buenas intenciones. Nadie defendería su espíritu solidario vis a vis los damnificados, ni justificaría las irregularidades del fideicomiso en aras de ayudar a los más necesitados. Morena habría apuntado un dedo flamígero hacia el PRI, culpándolo de violar la ley, desnivelar el terreno de juego electoral, y comprar la conciencia de la gente, como lo ha hecho durante años.
El problema es que ahora el partido que incurrió en esas irregularidades fue Morena. Y porque ha buscado presentarse como un partido distinto a los demás, incorruptible e intachable, démosle el beneficio de la duda. Supongamos que su deseo de ayudar a los damnificados era genuino; que detrás del fideicomiso no había una intención clientelar y no buscaba otorgar un beneficio a cambio de lealtad política. Sus intenciones eran puras y virginales e impolutas, lo cual debería ser motivo de celebración. Aplaudamos la buena voluntad y el espíritu humanitario de Morena, y escribo estas palabras sin sarcasmo. Pero aunque fuera así, hay una serie de hechos documentados que generan desconcierto y producen resquemor entre quienes llevamos mucho tiempo preocupados por la relación tóxica entre el dinero y la política en México. El dinero bajo la mesa se ha vuelto un veneno que recorre el andamiaje electoral, corrompiendo todo lo que toca. Y en el caso del fideicomiso hay una serie de comportamientos e interrogantes que perturban. Cómo entró el dinero, la velocidad con la cual llegó, los retiros por parte de operadores de Morena y en qué condiciones se entregaron los recursos.
Más aún, como lo ha preguntado la periodista Peniley Ramírez: “¿Por qué el fideicomiso se abrió en el banco Afirme, cuyo dueño, Julio César Villarreal Guajardo, ha sido cercano a López Obrador desde 2006? ¿Por qué el banco aceptó una serie de depósitos en efectivo superiores a 50 mil pesos, si estaba prohibido por el contrato del fideicomiso? ¿Por qué el banco no reportó las operaciones como inusuales a la Comisión Nacional Bancaria y de Valores? ¿Por qué los miembros del Comité Técnico que administró el dinero dicen que el partido y el fideicomiso no tenían la misma dirección, si está en el contrato con el banco, ya público”. Estas dudas y otras se suman a las que forman parte del expediente del INE, donde se justifica la multa por el funcionamiento atípico del fideicomiso, no por el destino de los recursos.
La reacción de Morena y sus voceros fue fulminante, usando un doble rasero para justificar conductas que condenarían si las hubiera tenido el PRI. Cualquiera que osara cuestionar el fideicomiso era un traidor a la patria, un miembro de la prensa fifí, un mexicano poco solidario con sus compatriotas víctimas de los sismos, alguien que buscaba anular la elección y orquestar un golpe de Estado contra AMLO, al estilo de Lula en Brasil. Y sin duda hubo posturas injustificables de los opositores de López Obrador que buscaron construir otro Pemexgate con la intención de desprestigiarlo. Y sin duda el INE cometió errores al filtrar información a los medios, no llevar a cabo una investigación a fondo, y sugerir de manera oblicua que Morena había buscado incidir en el voto vía el fideicomiso. Ese mismo INE –antes IFE– que no había sancionado al PRI por las tarjetas de Monex/Soriana, que había cerrado los ojos ante la compra de voto en Edomex, que permitió múltiples tropelías del Partido Verde sin quitarle el registro, se enfrentó con su trayectoria inconsistente. Con su reputación cuestionada. Con su imparcialidad puesta en tela de juicio. Con los cuestionamientos sobre su velocidad para investigar y sancionar a Morena, cuando ha sido tan lento e ineficaz en otros casos. Incluso podría cuestionarse –como lo ha hecho Miguel Pulido– si la técnica jurídica utilizada para la multa es válida o no. Eso lo dirimirá el Tribunal.