Uno de los personajes que más admiro es Francisco I. Madero.
Conforme transcurre mi vida adulta y me sumerjo en la historia -- abrevadero indispensable para comprender lo que somos--, su figura se eleva como un torreón en la proa de una carabela única.
Aquella embarcación, en 1909, dirigía sus remos y motores hacia un puerto que parecía distante: la libertad y la democracia.
Este hombre de baja estatura y, a la vez, una dimensión fuera de serie, llevaba a México por aquellos "mares nunca navegados", como expresaban los antiguos pilotos cuando se referían al Pacífico, en el remoto siglo XV.
Era sagaz,con amplias miras, un transformador.
La satrapía gubernamental de aquellos años lo desdeñaba. El sufragio valía lo que un gorgojo en un saco de frijoles.
Su primera victoria fue empatarse con Díaz, y sobrevivir al fraude. Era 1910.
Fue a la cárcel por "sedicioso" (¡oh! ¡qué ambigua palabra!).
Salió y siguió por nuevos derroteros.
La revolución maderista acabó con la tiranía. Caluroso mayo de 1911.
Se postuló otra vez.
Ganó en octubre de 1911.
La libertad y la democracia ya eran ciudadanas.
Madero dio la vida por acabar con felonías electorales. Jamás se atrevió a la ley mordaza.
En ese puerto, empero, cayó el torreón y fue erigido un muro con los restos de los antiguos mártires y héroes.
Cien años después, la democracia se ahoga frente a esa pared. Se surte con despensas y billetes en faja. Hemos involucionado.
Este domingo 5 de junio votaré, como mi querido Francisco, en 1911. Porque no soy comparsa de la manipulación ni del ultraje a la dignidad cívica ni del soborno o las trapacerías electorales. A bordo de mi pequeña carabela, seguiré navegando.
Sé que un día el muro caerá. Espero que sea pronto. Muy pronto.
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