¿Entenderán?
Pedro Miguel
L
a lucha contra el robo de combustibles es sólo uno de los ámbitos en los que se desarrolla el esfuerzo del actual gobierno por la recuperación del sector energético. En rigor, la detección y corrección de tomas clandestinas, el cierre de ventanillas huachicoleras en oficinas públicas y la confiscación de embarques ilegales de petróleo fuera de los puertos, entre otras prácticas del desvío, son momentos de una operación mayor: el cerco a la corrupción. En el camino se obtienen beneficios adicionales, como los económicos que se derivan de impedir la sustracción de hidrocarburos o como reforzar en la sociedad la noción de que la corrupción no es un destino inevitable. Esa lucha contra la corrupción es, a su vez, un paso indispensable para recobrar la soberanía energética y la fortaleza del Estado mexicano.
En el otro lado de la línea del primero de diciembre, es decir, en la cancha del régimen oligárquico que se acabó en esa fecha, la corrupción permitía que funcionarios y empresarios inescrupulosos se bañaran en oro, pero ese no era el fin último del saqueo. La descomposición generalizada fue parte del programa privatizador orientado a reducir el Estado a su expresión más primaria: aparatos coercitivos y hacendarios. Y ese designio tenía como objetivo, a su vez, la entrega al sector privado de toda la economía. El programa funcionaba porque permitía un entendimiento perfecto en el pacto entre una clase política ladrona y un empresariado de voracidad sin límites. En el curso que les había sido impuesto, Petróleos Mexicanos y la Comisión Federal de Electricidad se encaminaban a la desaparición. Si no se hubiera producido la insurrección ciudadana del primero de julio, es posible que ambas empresas habrían llegado a la extinción en este sexenio, tal vez mediante golpes definitivos como el que Felipe Calderón propinó a Luz y Fuerza del Centro. Desplumadas por sus propias gerencias, despojadas de su capacidad de producción y generación, achatarradas por el desdén presupuestal y sometidas a políticas fiscales confiscatorias, no habría sido difícil a cualquier continuación del régimen oligárquico declarar que eran demasiado onerosas y poco productivas, que los trabajadores tenían salarios elevadísimos y prestaciones inmerecidas, etcétera. Y amparados en la consigna de la modernidad, los privados y sus socios del funcionariado podrían devolver el país a su situación previa al cardenismo, es decir, dejar fuera del ramo energético al sector público.
Afortunadamente, las cosas ocurrieron de manera distinta y hoy Pemex y la CFE están en vías de ser recuperadas para el país: una vez depuradas y saneadas de la corrupción que anidó en ellas, deben volver a ser palancas de desarrollo, de bienestar para la población y de soberanía nacional, así como motores del desarrollo tecnológico del país. Esta reorientación se enmarca en un cambio de paradigma que abarca a la totalidad del Estado. En las décadas anteriores la función de lo público había sido constreñida a brindar condiciones para que el sector privado pudiera ser más rentable, más productivo y, nominalmente, más competitivo. En ese lapso, mientras las dependencias públicas retrocedían y se minimizaban, las empresas particulares avanzaron en una expansión generalizada sobre la seguridad, la educación, la salud, la cultura y la energía, en el contexto de un creciente incumplimiento de las tareas asignadas al gobierno por la Constitución en todos esos rubros.
Desde luego, en el planteamiento económico del nuevo proyecto de país la empresa privada tiene un sitio fundamental. Nadie está pensando en crear empresas paraestatales para fabricar automóviles, ropa o alimentos, en nacionalizar la banca, en cancelar de golpe las concesiones de autopistas o en reinstaurar las tiendas de Conasupo en las actuales cadenas de supermercados. Pero es necesario empezar a cumplir las obligaciones institucionales en educación, salud y seguridad y formular definiciones de áreas estratégicas, todo ello, en el contexto de la legislación heredada de más de 30 años del predominio neoliberal en el Congreso.
Lógicamente, este programa dista mucho de haber sido asimilado por el conjunto de la administración pública. El aparato gubernamental sigue infestado de reacción y de yupismo y tomará un tiempo alinearlo al proyecto de reconstrucción nacional que es aplicado desde el primero de diciembre. Se debe convivir con instituciones diseñadas no para el beneficio de los consumidores y la
libre competencia, sino para demoler el sector público de la economía, como es el caso de esa miríada de comisiones reguladoras y organismos autónomos y descentralizados que fueron dotadas de facultades constitucionales. Muchos funcionarios deben comprender que el afán de poner a competir las empresas del Estado con las del sector privado no tiene pies ni cabeza y que de ahora en adelante el interés colectivo tiene prioridad sobre el particular. Otros tendrán que resignarse a un tren de vida menos ostentoso que el que habían venido disfrutando. Algunos tienen ante sí la tarea de entender que sus encargos no los convierten en señores feudales de sector alguno.
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