EL CRIMEN DE OTRO
Walter Benjamin contó en una carta a Margarete Steffin que en los tiempos del Anschluss la empresa de gas cortó el suministro a los judíos de Viena porque eran los que más consumían y los peores pagadores. En rigor era cierto: muchos de ellos sellaron las puertas y ventanas de sus viviendas y abrieron la llave del gas a la espera de una muerte menos atroz que la que, intuían, habrían de sufrir a manos de los nazis. Y claro, cuando la compañía presentaba la abultada factura ya no había nadie en casa para pagarla. Mil setecientos suicidios en una semana.
Pero esperen: lo de Salvador Allende no fue suicidio; lo de los jóvenes palestinos que se forran de explosivos para ofrecer una flor de fuego y sangre a su patria robada no es suicidio; los bonzos que se dieron a las llamas para protestar por la guerra de Vietnam no se suicidaron; tampoco lo hicieron los indios chiapa que se arrojaron al Cañón del Sumidero antes que rendirse a los heraldos de la opresión colonial, ni esos judíos que se gasearon a sí mismos en la Austria anexada por Hitler. En tales circunstancias no se puede ya hablar de suicidio porque no estamos ante el resultado de una desesperación íntima sino de un dolor colectivo. Esas muertes son el crimen de otro.
(De la lectura de «El orden del día» de Éric Vuillard)
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