domingo, 6 de agosto de 2017

Sueño de una vida sin socavones…

dom 06 ago 2017 08:10
 
  
 
Foto propiedad de: Internet
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Pedí vivir junto a un río caudaloso de aguas limpias. Me conformé con un arroyo susurrante titilando a la luz del día sus reflejos prismáticos. Pero no es este un arroyo cualquiera, es uno que el verdor alimenta hasta en época de secas, porque no deja de emanar su persistente hilo de corriente para dar vida. Escogí bien sin proponérmelo. Por ello me considero afortunada, me declaro más que agradecida y con creces por esta dádiva que no tiene precio porque son hoy bienes en extinción los flujos dulces y cristalinos que nutren la tierra.
 Porque son pocos los sitios que sobreviven sin haber sido contaminados junto a nuestros lagos, presas o flujos cerro abajo para quien los desee disfrutar, para quien logre reencontrarse con su cadencia sanadora. Nuestro México es tierra de caídas de agua por sus elevaciones rasgadas por cauces milenarios, por sus torrentes que se pierden dejando su huella entre surcos y pliegues. Por uno de ellos, corre el arroyo donde quise quedarme. Pero los demás ahí están: donde quiera que baje la pendiente, donde quiera que se haya conformado la hondura sobre los valles para recibirlos. Se esconden entre las grietas de las sierra, se apaciguan sobre las planicies, quedan como espejos depositados en jagüeyes, en lagunas de tule salpicadas por las llanuras.
En esta fortuna agradecida reflexionaba mientras observaba nuestra vasta geografía desde el avión que se acercaba a la capital.
Siempre me invade una gran zozobra cuando requiero de venir a la gran ciudad. Porque mi México Mágico de pronto se deforma en un monstruo incontenible. Se transforman mis bosques y selvas de la cotidianidad, en motores rugiendo bajo el mando de caras oscas que intentan al unísono llegar a su destino atrapados sin remedio dentro de sus humeantes armatrostes. Circulan a paso lento por los acostumbrados ríos de lluvia veraniega que no encuentran camino de desahogo. Coladeras saturadas borboteando sobre el pavimento craquelado y agujereado por el abandono de la mediocridad. El reciente socavón que se tragó consigo a dos pobres hombres es sólo la punta del iceberg.
Por toda la nación se observa la infraestructura destruida por la negligencia, la corrupción evidenciada por el imparable paso del agua. Miles de ojos ansiosos pululan a pie por doquier y me pregunto ¿a dónde irán? ¿Qué hacen afuera en las calles a las doce del día de un jueves? Muestran, expresiones de angustia. Será la extrema carencia o cualquier otro cargado sufrimiento humano lo que ha esfumado las sonrisas de sus rostros. Entiendo que no queda de otra más que acostumbrarse al horror, que naturalmente se evita realizar, en el que se han convertido millones de existencias rutinarias hacinadas en nuestra megalópolis.  Pero asegura mi gente, que ésta es una maravilla, que ofrece una miríada de oportunidades culturales como la exposición del artista pop Andy Warhol en el museo Jumex que fui a ver antier recién llegada por treinta pesos, o como la orquesta sinfónica del Palacio de Minería que me convidaron a disfrutar en la sala Nezahualcóyotl de la UNAM por cuatrocientos cincuenta pesos, sin alcance esta propuesta para quien no le sobra. Pero insisten en que las ofertas culturales significan para el pueblo “calidad de vida”. Y  yo les respondo que el cristal por el que miran las minorías es lo que ha abonado a nuestro notorio retraso social, e insisto en defender la vuelta al campo, la descentralización de los núcleos poblacionales, el valor perdido por lo que no se mercadea, el bajo consumo que mantiene la salud mental, la opción de echarse sobre una roca al final de la jornada a desmenuzar la Vía Láctea en la noche sin Luna, la oportunidad de escuchar la cadencia sonora de las chicharras avisando que se acerca la tormenta, el minucioso trabajo de observación y precaución que se invierte para lograr que surjan sanos los brotes sembrados, la lucha constante con el municipio para que atiendan las prioridades en los pueblos olvidados. Que en vez de construir estética que apantalle, costosos arcos de entrada con bulevares, nos construyan guarderías, clínicas, escuelas dignas, que no las hay. Discusiones que acaban siempre con muecas de desaprobación de parte de los capitalinos, con largas explicaciones que aducen a los adelantos de la modernidad aunque estos sean caducos, efímeros, insatisfactorios o deshumanizantes. Su dictamen final siempre redunda en la misma sentencia: “Jane, pobre de ti, apareciste en el mundo en el siglo equivocado”. No, les digo, simplemente no puedo dejar de soñar en un México sin socavones y sin ladrones.

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