Rojo sangre, rojo Van Gogh: Rojo mexicano
Giovana Jaspersen*
San Miguel Arcángel, cuadro de Luis Juárez (México, 1585-1639), incluido en la exposición montada en el Palacio de Bellas ArtesFoto cortesía del INBA
L
a habitación en Arlés, de Vincent van Gogh, por primera ocasión está en nuestro país. La famosa pieza, que tiene en realidad dos versiones previas, ha quedado documentada en intenciones –como gran parte de su obra– a través de las cartas del artista a su hermano Theo. La primera versión de 1888 resultó dañada por una inundación mientras él estaba internado en el hospital, lo que genera que haga una
repeticiónen las mismas medidas y formato, y posteriormente, una
reducciónpara enviarla a su familia en Holanda. Con esta obra, nos permite entrar a su espacio más íntimo, el de descanso, reposo e indefensión; a la
Casa amarilla, ubicada en el número 2 de la Place Lamartine, donde viviera entre 1888 y 1889. El artista reconoce esta obra como la más importante que realizara durante su estancia en Arlés y menciona que a través de “los muros lila pálido, el suelo de un rojo gastado y apagado, las sillas y la cama amarillo de cromo, las almohadas y la sábana verde limón muy pálido, la manta rojo sangre, la mesa de aseo anaranjada, la palangana azul, la ventana verde (…)” y el resto de los elementos, buscaba expresar una sensación de reposo y calma; desde una austeridad similar a la practicada por los japoneses en sus espacios íntimos. Y más allá de si la obra transmite calma, o no, hay que remarcar que cuando Van Gogh dice Rojo, bien sea
gastado,
apagadoo
sangre, dice también Rojo mexicano.
Con este nombre se ha conocido por siglos a la grana cochinilla en Europa y el mundo, y es el que lleva la exposición que alberga hoy la icónica pieza. Verla, podría ser suficiente razón para desplazarse a la Ciudad de México y visitar el Palacio de Bellas Artes. Por la posibilidad de dimensionar el grueso de las pinceladas y los volúmenes que forman; por ver los contornos negros, duros y definitorios de los elementos en la composición; por sentir la perspectiva alterada que deja el ver los soportes de la cama desde abajo, pero la silla, la cobija y la almohada desde una vista superior, todo, sobre un piso ondulante; por darse cuenta de que la cabecera no topa en el muro y tampoco descansa sobre el vértice de la habitación; entre muchas sensaciones más que nos confiere el voyerismo de quien observa lo íntimo.
Sin embargo, Rojo mexicano es –aún– mucho más que eso, que no es poca cosa. Se trata de una de las exposiciones más destacadas de los últimos tiempos y La habitación de Arlés, es sólo una de las razones para asegurarlo, reducir la exposición a esta pieza sería lamentable e imperdonable, a pesar de lo mediatizada que ha estado su presencia. Estaríamos dejando de lado todo el trabajo de gestión y negociación necesarios para reunir 70 piezas de talla internacional a las que se podrían dedicar también incontables letras; 49 procedentes de 16 colecciones nacionales y 21 de museos internacionales. Números huecos, hasta que enunciamos acervos como el de la National Gallery (Londres); National Gallery (Washington); Metropolitan Museum of Art (NY); Centro de restauración e investigación de los museos de Francia; Museo Nacional del Prado (Madrid); Museo de Orsay (París); Galería de los Uffizi (Florencia) o el Rijksmuseum (Ámsterdam). Así, vemos que la exposición es la materialización de la suma de esfuerzos de los más grandes museos del mundo por una causa común: lograr comunicar en sala los estudios científicos enfocados a la historia del arte. Esto, no es reto fácil, y lo lograron de forma admirable.
Surgida a partir del coloquio internacional Rojo mexicano llevado a cabo en 2014, del que heredara el nombre, la exposición, a través de la curaduría de Georges Roque, nos da una enorme lección de historia del arte: Tintoretto, Tiziano, Vecellio, Robusti, Zurbarán, el Greco, Renoir, Gauguin, Rubens y Cézanne; sin dejar de lado a Correa, Anguiano o Cristóbal de Villalpando como representantes del arte mexicano. Todos en un mismo sitio teniendo como hilo que los hilvana la grana cochinilla, la grana mexicana.
La misma grana con la que se tiñen los tapetes de Teotitlán del Valle en Oaxaca hasta el día de hoy; que es también la que se documenta en la Matrícula de Tributos por parte de los pueblos de la Alta Mixteca para el imperio mexica. Esa, de la que Fray Bernardino de Sahagún hace casi 500 años ofrece una amplia descripción relatando que
al color que se tiñe con la grana que llaman nocheztli, quiere decir sangre de tunas, porque en cierto género de tunas se crían unos gusanos que llaman cochinillas apegados a las hojas, y aquellos gusanos tienen una sangre muy colorada; esta es la grana fina. Esta grana es conocida en esta tierra y fuera de ella, y hay grandes tratos de ella; llega hasta la China y hasta Turquía, casi por todo el mundo es preciada y tenida en mucho.
La grana de la que pocos sabían y menos aún se imaginaban, la que fuera el segundo producto de exportación tan sólo después de la plata durante el virreinato y que sigue sirviendo de colorante en la industria. La que viene del cactus y tiene una variedad cromática inusitada, probablemente la mayor aportación de nuestro país a la historia del arte universal. Esa que es identidad pura y no forjada, identidad roja. Rojo mexicano estará en nuestro país expuesta de forma explícita hasta el próximo febrero y es imperdible.
* Directora del Museo Regional de Antropología Palacio Cantón
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