martes, 29 de marzo de 2016

La guerra contra el normalismo
Luis Hernández Navarro
I
maginemos que, a partir de ahora, en México no será necesario ser médico para ejercer la medicina. Para diagnosticar enfermedades, hacer cirugías y recetar fármacos, será suficiente tener una licenciatura y presentar un examen. Aunque no haya estudiado los seis arduos años de la carrera de médico, cualquier licenciado tendrá derecho a ocupar una plaza en las clínicas y hospitales del sector público.
Supongamos que dentro de muy poco tiempo en México los egresados de veterinaria, historia o letras inglesas podrán ser responsables de realizar y supervisar proyectos arquitectónicos y obras. Les bastará con haber terminado su carrera y hacer una prueba para trabajar de arquitectos o ingenieros civiles, aunque no hayan estudiado para ello.
Fantaseemos con que, desde ya, será posible, en tiempos de paz, tener el grado de teniente coronel dentro del Ejército, sin haber cursado la carrera de las armas y sin cumplir con un mínimo de tiempo en el servicio. Se requerirá, tan sólo, ser licenciado y pasar un examen de admisión.
Obviamente, muy pocos enfermos estarían dispuestos a dejarse operar por un cirujano que no cursó la carrera de medicina. Por supuesto, nadie cometería la locura de darle la obra de construcción de un puente a quien no sea ingeniero civil o arquitecto. Y es impensable que, en condiciones normales, el Ejército reclute a sus filas como oficial de alta graduación a quien no se haya formado y hecho carrera en sus filas.
Sin embargo, el pasado 22 de marzo, el secretario de Educación, Aurelio Nuño, anunció que para ser ejercer la profesión magisterial será posible hacer lo que nos parece inadmisible para la medicina, la ingeniería o las armas. Según el funcionario, desde este año, cualquier licenciado que presente un examen podrá dar clases de educación básica en el sistema público. La formación de maestros –dijo– ha dejado de ser un monopolio de las facultades y escuelas universitarias. En los hechos, se ha condenado a muerte a las normales: dejarán de ser semilleros de profesores de educación básica.
Esto significa que ejercerán de profesores de primaria profesionistas que no se prepararon para ello, y que no tienen conocimiento alguno de didáctica. Bastará que sean licenciados y que aprueben un examen de conocimientos. En la docencia hay precedentes de excelentes maestros en activo que no estudiaron para serlo; sin embargo, no son casos muy frecuentes.
Por supuesto, en el futuro algunos de esos licenciados pueden resultar buenos profesores, pero nada garantiza que lo sean. Eso no se mide con una prueba. Aunque tengan sólidos conocimientos en su campo de estudios y la mejor intención del mundo, en su mayoría no saben cómo enseñar a niños y jóvenes. Desconocen las preocupaciones, intereses y realidades de los alumnos del sistema de educación pública básica. Ignoran cómo tratarlos, por una razón muy sencilla: fueron a la universidad para ejercer como biólogos, físicos, abogados u odontólogos, no para ser docentes de primaria o prescolar.
¿Por qué un licenciado que estudió una carrera universitaria para ser profesionista escogería pasar el resto de su vida en un aula de educación básica ganando menos dinero? Obviamente, no por vocación, sino por la falta de oportunidades laborales en su área de formación. Por supuesto, puede haber excepciones, pero la motivación central para hacerlo es tener un empleo, mientras consigue un trabajo mejor.
Evidentemente, un maestro que está de paso en el servicio, que ve su actividad en el aula como un trabajo temporal mientras encuentra un empleo mejor retribuido, difícilmente puede ser un buen profesor. El magisterio es una opción de vida. Los docentes de excelencia tienen, por lo regular, años de experiencia a sus espaldas.
Curiosamente, los maestros mexicanos a los que se quiere someter a una terapia de choque, poniéndolos a competir por el empleo con egresados de otras instituciones, poseen un nivel de formación muy razonable. Los datos de la encuesta Disposición de los docentes al desarrollo profesional y actitudes hacia la reforma educativa, levantada en 2010 por la SEP, así lo muestran. Según el estudio, 54.7 por ciento de los profes tienen una licenciatura normalista, 13.5 una licenciatura universitaria y 11.2 estudios de posgrado.
En las escuelas normales se forman maestros para ser maestros. Muchos de sus estudiantes provienen de familias humildes o son hijos de docentes. De sus aulas salen profesores que saben enseñar, y que abrazan la docencia como opción de vida.
En nuestro país, el nomalismo, como institución exclusiva de la formación de maestros, tiene 128 años de vida. Hasta ahora ha sido una profesión de Estado. Más allá de sus dificultades y limitaciones, hay en su práctica una inmensa riqueza pedagógica. Los normalistas han sido baluartes en la defensa de la educación pública. En algunas de sus escuelas –como las normales rurales– los estudiantes se forman con vocación de servicio social. A pesar de ello (o precisamente por ello), se le quiere condenar a muerte.
La tecnocracia educativa y la derecha empresarial detestan al normalismo. Quieren acabar con él. Claudio X. González demandó cerrar sus escuelas,
Lejos de promover una mejor educación, la reforma legal que condena a muerte al normalismo y abre las puertas de la docencia en educación pública básica a licenciados de otras disciplinas es un incentivo al ejercicio de peores prácticas pedagógicas. Y, en lugar de permitir al Estado recuperar la rectoría del sector educativo, es un paso más hacia su desregulación.

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