jueves, 31 de marzo de 2016

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 Del DF a la CDMX
Pedro Miguel
L
a atmósfera es un símbolo lamentable de la involución sufrida por esta ciudad en tiempos del mancerato: hemos vuelto a padecer una inversión térmica como no las hubo en más de tres lustros. Algunos sostienen, con argumentos, que los límites de velocidad tipo Kidzania del reglamento de tránsito impuesto por el gobierno local ha contribuido a incrementar la concentración de vapores de mierda sobre este valle. Desde luego no será ese el único factor ni mucho menos: hay que sumar la especulación inmobiliaria y comercial, la voracidad de la industria automotriz, la corrupción en los centros de verificación, las deficiencias del transporte público, las torpezas de los planificadores y la falta de buen sentido en las regulaciones y medidas de vialidad.
Pero para ser justos, en estos últimos nueve años nuestra ciudad no sólo ha experimentado un retroceso, sino también un avance pavoroso hacia la estratificación social y la exclusión mediante la persistente privatización de espacios públicos y lamonetización (el neologismo es aportación de Google, creo) de todo lo imaginable. Da la impresión de que en el viejo palacio de Ayuntamiento hay un montón de personas exprimiéndose los sesos para encontrar nuevos servicios urbanos, nuevos metros cuadrados o cúbicos de urbe, nuevos contratos y concesiones a los cuales exprimirles unos cuantos pesos por habitante que, sumados, dan montos formidables. No se trata, no, de hacerse de recursos adicionales para la administración local, sino de multiplicar las oportunidades de negocio para los contratistas. En medio de esta dinámica es hasta sorprendente que los gobiernos de Peña y de Mancera hayan decidido regalarle a la voluntad popular un poco de participación en el próximo congreso constituyente y que no hayan encargado a una empresa consultora la tarea de redactar la carta magna local. Esos funcionarios deberían tener cuidado, que la obligada simulación de espíritu democrático se les puede revertir y podría colarse por ella la voluntad del pueblo completa, no rebajada a 60 por ciento, como lo han impuesto.
Parece ser que esta autoridad subestima a sus gobernados y piensa que es suficiente con pintar la urbe de rosa y emitir discursos ñoños para olvidar la tremenda traición al mandato cometida de 2012 en adelante: las políticas represivas, reinstauradas; la corrupción, magnificada; la vuelta a un espíritu de gobierno elitista en el que la ciudad de todos es sustituida por la ciudad de quienes puedan pagar como servicios extra cosas que hasta hace poco eran sufragadas por el presupuesto público, es decir, por los impuestos que aportan los habitantes. Lo que era gratuito –no por regalo de nadie, sino porque procedía del patrimonio común– hoy es concesionado a contratistas y transita del ámbito de los derechos al de los privilegios. Es equivocado, por ello, sostener que la administración mancerista se mueve únicamente en función del afán recaudatorio. No: también hay en ella un claro propósito divisorio para colocar a las personas de bien en un espacio superior y tarifario, y al resto, en un entorno infernal que castiga a la pobreza o, cuando menos, a la carencia de tarjeta de crédito. Si Marcelo Ebrard aspiraba a convertir al DF en algo así como Rotterdam, parece ser que Mancera lo quiere volver algo parecido a Jerusalén, que es una ciudad dividida entre la zona opulenta del oeste y el oriente árabe, miserable y abandonado.
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El riesgo de concesionar mecanismos coercitivos (colocación de inmovilizadores, fotomultas, grúas) a empresas privadas es que el éxito no se mide en la capacidad de cumplir con los reglamentos y de educar a la ciudadanía, sino en el florecimiento mercantil de las concesionarias. O tomen el ejemplo de las Ecobicis, un servicio operado por la trasnacional Clear Channel Outdoor: el sistema está diseñado para realizar trayectos cortos, dentro de una misma zona de la ciudad, pero no para un uso intensivo de ese medio de transporte. Así lo evidencia su estructura tarifaria: si alguien desea rentar una de esas bicicletas por dos días, a fin de llegar en ella a una zona carente de cicloestación (es decir, cualquier barrio pobre de la ciudad) tendrá que pagar más que por un mes de alquiler de un coche subcompacto según precios de mercado.
Mancera ha llegado al colmo de pactar con los malquerientes priístas y panistas de las mayorías capitalinas un cambio de nombre a espaldas de sus habitantes. En virtud de un acuerdo cupular el Distrito Federal pasa a llamarse, en tanto que entidad política, Ciudad de México, un nombre absurdo por donde se le vea: si ya había cierta dificultad con la homonimia entre el país y la entidad federativa, ahora la confusión se multiplica. Además el Distrito Federal no es una ciudad, sino una demarcación con una parte urbana y otra rural en la que se asienta, sí, la porción principal de la megalópolis. Por lo demás la urbe se extiende hacia el norte y el oriente sin solución de continuidad entre sus barrios defeños y varios municipios mexiquenses.
En todo caso, el acrónimo CDMX tuvo mala estrella: nació marcado por una crisis que no es sólo ambiental y vial, pero que tiene en esas dimensiones su expresión de coyuntura. El desastre se ha gestado en la corrupción administrativa –que ha hecho posible, por ejemplo, una descontrolada proliferación de desarrollos inmobiliarios comerciales y habitacionales en zonas carentes de la infraestructura para asimilarlos–, en la claudicación de la autoridad ante la voracidad empresarial y en actitudes clasistas, insolentes y frívolas, más propias del peñato que de los programas progresistas y con visión social que habían distinguido al DF del resto del país. El problema de Mancera es que no se ha tocado el corazón para reprimir, para imponer tributos draconianos (como el incremento del Metro) ni para dictar reglamentos plagados de absurdo. Ahora no puede decir que le han faltado instrumentos de gobierno para impedir la catástrofe ni escurrir el bulto pretendiendo endosar su responsabilidad a sus gobernados. Porque una autoridad incapaz de adelantarse a los acontecimientos y de regular y orientar el funcionamiento de un colectivo, es una autoridad que no sirve para nada.

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