Alejandro Encinas
40 años después
27 de septiembre de 2008
Amanecía el 2 de octubre de 1968. Los diarios anunciaban: “Crecimiento mayor a 7% en 68”; “Cancela Nixon su visita a México”; “La UNAM reanuda labores y estudiantes asamblea”. Un desplegado clamaba: “México entero con Díaz Ordaz”.
Ningún medio daba cuenta de la reunión que sostendrían representantes del gobierno federal y del Consejo Nacional de Huelga, ni de la concentración que se celebraría en Tlatelolco en respuesta a la advertencia de Díaz Ordaz: “No queremos vernos en el caso de tomar medidas que no deseamos, pero que tomaremos si es necesario... Hasta donde estemos obligados a llegar, llegaremos”. Para su gobierno existía un plan internacional de subversión, concebido en La Habana y en Praga, en el que participaron mexicanos de organizaciones políticas de izquierda como el Movimiento de Liberación Nacional y el Partido Comunista, entre otros.
En conferencia de prensa, el 27 de julio, tras los primeros actos de represión, Luis Echeverría, secretario de Gobernación, y Alfonso Corona del Rosal, regente del DF, atribuyeron los sucesos a “agitadores de ideología comunista” que se proponían “desprestigiar a México” aprovechando la cercanía de los Juegos Olímpicos. El gobierno no entendía que el movimiento estudiantil canalizaba la asfixia impuesta por un régimen autoritario que en las últimas décadas, al cobijo de un crecimiento económico sostenido y una falsa estabilidad política, impedía cualquier espacio de participación política al margen del aparato de control corporativo del poder.
Las heridas derivadas del aplastamiento a la huelga ferrocarrilera de 1959, de la represión al movimiento magisterial en los 60 y del asesinato de Rubén Jaramillo y su familia continuaban abiertas.
El 13 de septiembre se realizó la marcha del silencio y se demandó el dialogo público. El 14, el CNH recibió un comunicado oficial que aceptaba el diálogo, pero la noche del 18 el Ejército tomó CU y luego el Casco de Santo Tomás. La represión aumentó.
La mañana del 2 de octubre se celebró el encuentro entre gobierno y estudiantes. El primero no aceptaba condiciones —el diálogo público—. Ante la eventualidad de romper pláticas, aceptaron consultar con Díaz Ordaz la propuesta. Por la tarde la respuesta: la matanza en Tlatelolco. El 3 de octubre, la prensa acreditaba: “Recio combate al dispersar el Ejército un mitin de huelguistas”; “Tlatelolco, campo de batalla”; “Durante varias horas terroristas y soldados sostuvieron recio combate”.
Los Juegos Olímpicos se celebraron. Díaz Ordaz asumió la responsabilidad por los sucesos. Pero el país había cambiado, a pesar de la obstinación del régimen. Años después Echeverría insistiría: “La composición de estos pequeños grupos de cobardes terroristas... integrados por jóvenes surgidos de hogares en proceso de disolución, niños de lento aprendizaje, adolescentes con un mayor grado de inadaptación que la generalidad, son estos grupos fácilmente manipulables”.
Pese a su miopía, el país cambió. Como estableció José Revueltas: “Nuestra sentencia ya está decidida de antemano. No depende de nuestros supuestos delitos. Nada tiene que ver con los principios constitucionales, con el respeto a la democracia, la ley o el derecho. Nada tiene que ver con la realidad, aunque sus efectos sean muy reales, en los años de cárcel que a cada uno de nosotros le corresponda. Está decidida porque ‘en el cielo de nuestro destino (político) con el dedo de Dios se escribió’... Y todos sabemos quiénes son ese Dios, quién es ese Tlacaltecuhtli sexenal, que ata los vientos y desata tempestades. Pero ¿podrá detener el tiempo de la historia?”. Cuarenta años después no pueden.
aencinas@economia.unam.mx
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