jueves, 27 de julio de 2017

Vivir con el vecino
Soledad Loaeza
C
uando una se instala en un nuevo domicilio o en una oficina, lo más común es que no pueda elegir a sus vecinos. Tiene que aprender a vivir con ellos, quienes sean y como sean. No siempre es posible controlar este aspecto del entorno, menos todavía cuando está definido por la madre naturaleza. Geografía es destino. Este principio es indiscutible, aunque desarrollos tecnológicos de diferente cualidad hayan acortado distancias y tiempos, y sólo seis pulgadas nos separen a unos de otros. Para no desesperar también habría que recordar que si la geografía es inmisericorde, la historia nos ayuda a vivirla y a moderar sus consecuencias.
Los cambios tecnológicos, desde el ferrocarril hasta el Internet, poco han significado para México. Todos los días desde siempre nos despertamos y el vecino grandulón sigue ahí, nos marca el paso, nos frena y nos empuja. Lo cierto es que hemos tratado de todo para convivir con él. Se dice que Sebastián Lerdo de Tejada se negó a construir el ferrocarril hacia el norte porque consideraba un riesgo acercarse tanto a Estados Unidos; en 1941 Manuel Ávila Camacho descartó temores y abandonó la política de la distancia para concluir una alianza sin tratados con el poderoso vecino. El acercamiento estuvo siempre colgado de los alfileres de la desconfianza hasta que Carlos Salinas y Ernesto Zedillo nos dijeron que no pasaba nada si nos integrábamos a Estados Unidos, que todo habría de ser mejor, aunque en ese camino renunciáramos a una historia –trágica tal vez–, pero cargada de decisiones propias –si bien muchas veces desesperadas– y de la voluntad de encontrar salidas más o menos honrosas, más o menos dignas y, sobre todo, respetables pese a que fallaran.
La revisión del TLCAN nos brinda la oportunidad de recuperar algo de lo que perdimos en 1994, ya sea la posibilidad de decidir o la voluntad de resistir. Cualquiera de las dos inspira más respeto en el interlocutor que nada más dejarse llevar o achicarse ante gritos y portazos. Me da la sensación de que antes sabíamos defendernos mejor que ahora. Al menos es lo que nos enseña la historia: uno tras otro, a partir de 1940, los diferentes gobiernos de Estados Unidos también reconocieron la restricción que les imponía la geografía, y el valor estratégico que tenía para ellos la estabilidad mexicana. Incluso desde antes, descartaron la noción dominante en el siglo XIX de que podían beneficiarse –como de hecho lo hicieron– de una situación de conflicto o descontrol generalizado.
Hasta muy recientemente el valor estratégico de México era un presupuesto de la política exterior estadunidense, y actuaban en consecuencia. Repetidamente, a lo largo del tiempo el Departamento de Estado y la Casa Blanca se cuidaban de tomar decisiones o presionar al gobierno mexicano para que adoptara políticas que ponían en peligro el statu quo. Hay varios episodios en la relación bilateral en los que los funcionarios estadunidenses evitaron tomar medidas que según ellos, podían despertar el nacionalismo mexicano. Probablemente no les asustaba, sólo les aburría, pero el tedio era un escudo efectivo que nos protegía para que no nos trataran como si fuéramos una republiqueta cualquiera.
El interés en que a México le fuera bien está detrás de los apoyos que recibió el gobierno del presidente De la Madrid para salir de la pavorosa crisis financiera y luego económica de 1982. El presidente Bill Clinton corrió a tendernos una soga cuando nos ahogaba la crisis del efecto tequila. Es indudable que lo hicieron no porque fueran buenas personas, sino porque estaba en su interés estabilizar la economía mexicana, de la que mucho se benefician. El presupuesto del valor estratégico de México para Estados Unidos ha sido cuestionado por su mismo gobierno en su primer semestre en la Casa Blanca; más bien lo ha rechazado. De ahí que sea completamente indiferente a las consecuencias que tienen sus acciones o sus declaraciones para la política interna mexicana. Humillar al presidente Peña Nieto, oír al secretario Videgaray como quien oye llover, referirse a nosotros los mexicanos como lo ha hecho la Casa Blanca nada bueno nos ha traído y tampoco les traerá a ellos. Es una peligrosa regresión. En 1919, Martín Luis Guzmán, que no era precisamente un enemigo de la cercanía entre los vecinos, escribía: He ahí uno de los aspectos de nuestro conflicto permanente con los Estados Unidos: somos para ellos un argumento de partido; y en tal virtud estamos condenados a jugarnos el destino cada vez que el Partido Republicano y el Partido Demócrata se ponen frente a frente. Eso decía Guzmán antes de la Segunda Guerra Mundial y de la guerra fría, cuando la importancia de México para la seguridad estratégica de Estados Unidos fue evidente. Entonces, una relación bilateral amigable era fundamental para ambos países, también porque los mexicanos sabían hacerla valer porque habían aprendido a hacerlo cuando el vecino más lo necesitaba.
Vivimos en un mundo impredecible e incierto en el que la predicción se ha convertido en sinónimo de error. ¿Quién anticipó el Brexit? ¿Quién previó los resultados de la elección presidencial de Estados Unidos en 2016? ¿Cuál es el futuro de la democracia en Hungría y en Polonia? ¿Tiene planes Vladimir Putin para Europa o sólo responde a la oportunidad? ¿Qué sorpresas nos reserva la elección presidencial mexicana de 2018? Podríamos recordar a nuestros vecinos que la incertidumbre puede agravarse o desaparecer, pero la geografía se mantiene firme y como nada sabemos lo mejor es llevarse bien con los vecinos.

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