COLUMNAS
El viejo Tomás
Ojalá que la vida de Tomás, ese perro abandonado que va a morir viejo y en la calle, no le ocurra a ninguno de los seres que amamos.
Foto propiedad de: Internet
Lo conocí cuando recién lo llevaron a su casa. Desde hace 14 años lo vi correr por la calle, desafiante y pendenciero. Era un vecino que iba y venía haciendo provocaciones a sus pares. Tras las puertas, encerrados y mascullando su soledad, le reclamaban a Tomás el ejercicio de su independencia. ¡Le rechazaban su provocación! Cuando pasaba frente a las rejas donde otros lloraban su encierro, Tomás movía su cola y se iba fanfarroneando. Después de hacer este ejercicio y de gozar el enojo de sus vecinos, caminaba horondo por la calle para seguir disfrutando de su autodeterminación.
Cuando salía de mi casa rumbo al trabajo, Tomás se iba conmigo varias calles más allá de su domicilio. Había entre ambos una empatía inexplicable que se acrecentaba con el tiempo. En su comportamiento había algo que quería mostrarme o decirme, como que deseaba acabar con la creencia de que los animales no pueden hablar. Sin hacer mayores esfuerzos por entendernos, éramos felices de nuestra vecindad y de nuestra cercanía.
Pero hace cerca de cinco años murió su ama. Desde entonces, Tomás empezó a vivir su soledad. La calle siguió siendo su espacio, pero ya no era querido ni buscado por quienes lo arroparon años atrás. Ya no le daban de comer, dormía en la calle, comenzó hacerse un vagabundo. El tiempo y el abandono lo hicieron fuerte, su suciedad iba con él a todas partes como si fuera una cosa que quisiera presumir. Fue haciendo nuevos amigos y éstos, por no dejar, le ponían un poco de agua y de comida en sus puertas para que Tomás mitigara un poco su sed y su hambre.
Pero el tiempo es cruel. Tomás se hizo viejo. Su cuerpo se convirtió en un ato de huesos, ya camina poco por las calles. Sólo su necesidad de comer lo obliga a pararse y a recorrer algunos metros para encontrarse con algo para alimentarse. Si no haya nada se pone a hurgar en la basura. Su instinto no lo ha perdido. Pasa por la ventana de mi casa y provoca a Yari. Lo hace con tal fuerza que quienes lo oyen piensan que se quiere cobrarse un agravio. Ambos se ladran como si fueran enemigos jurados. El espacio cerrado de Yari, no permite el acercamiento del anciano animal que, de lograrlo, mi perro terminaría con la escuálida humanidad de su vecino.
Hoy domingo me salí a caminar con Yari. La mañana estaba fría y húmeda. De regreso pasamos frente a la casa de Tomás. Estaba tirado en la puerta de la que fue su casa. Ya le costaba trabajo moverse. Dejé a Yari en la banqueta de enfrente atado a un poste y me acerqué a Tomás. Muchas veces lo vi en esas condiciones pero no encontré motivos para tocar su cuerpo y verle sus ojos. Hoy lo hice y me conmovió. Por los pelos hirsutos y mugrosos de sus ojos, escurrían delgados hilillos de agua. Supongo que eran sus lágrimas. Llegué a mi casa y le conté a mi esposa lo que vi en el rostro de Tomás. Casi nos peleamos. En ti no hay coherencia, me dijo. “Te dueles de un perro pero no eres capaz de dolerte de lo que yo hago”. Me sentí mal. Di por concluida la discusión y me fui a mi espacio de trabajo.
Al poco tiempo regresé a mi computadora y decidí escribir estas líneas sobre lo que parecen ser los últimos días de Tomás. Al hacerlo, quise recordar a mis perros cuando vivía en el campo con mis progenitores ahora fallecidos. A las cinco de la mañana se iban con mi padre o conmigo a buscar los bueyes que, a la salida del sol, ya tenían que estar roturando la tierra. Ignoro qué hacían estos canes durante todo el día de trabajo. Pero a la hora del regreso, estaban con nosotros y juntos volvíamos a la casa. Mi madre hacía unas memelas de maíz martajado y como a perros, se las tiraba. ¡Esa era su comida y el trato que recibían!
En todo ese tiempo no me pregunté ni aprecié lo que representaban estos animales. Sólo oíamos que por las noches, en esa eterna quietud que proporcionan las montañas, los perros ladraban con fuerza anunciando que algo ajeno a la casa se acercaba. Nos cuidaban y yo no lo entendí jamás. Cuando mi padre nos lo trajimos a esta ciudad capital, se trajo su último perro. Entre mi padre y él, había una mutua querencia que persistió hasta la muerte de ambos. Hoy me explico muchas cosas. Reconozco que mi ignorancia no entendió el papel de los animales y en especial el de esos perros heroicos.
Si hubiera comprendido lo que son estos fieles amigos, llenos de nobleza y de cariño, no los hubiera tratado con el desapego y la falta de respeto con que los traté en mis tiempos de campesino. Hoy, cuando mi edad se acerca mucho a la de Tomás, escribo estas líneas para reivindicar a esos y a los demás animales. Trato de mostrar lo que es la vejez y el abandono. Seguramente muchos no lo van a entender porque no han llegado a esa edad. Ojalá que la vida de Tomás, ese perro abandonado que va a morir viejo y en la calle, no le ocurra a ninguno de los seres que amamos. Espero que el hombre, en un rasgo de justicia y de humanidad, no permita que la calle, el hambre y el frío, se conviertan en los sepultureros de niños, viejos y pobres que están viviendo la misma suerte que Tomás, un perro que aún vive pero que ya llora su soledad y su hambre.
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