domingo, 2 de julio de 2017

En México el espionaje lleva años de persecución
Elena Poniatowska
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Elena Poniatowska en el Archivo General de la Nación, donde utilizó guantes blancos para revisar el voluminoso expediente que registra la vigilancia gubernamental sobre sus actividades de 1962 a 1985Foto cortesía de la periodista
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l 4 de noviembre de 2016, mi amigo Jan Martínez Ahrens, de El País me acompañó al Palacio Negro de Lecumberri, hoy Archivo General de la Nación a que su directora, Mercedes de Vega, y María Fernanda Treviño, directora de publicaciones y difusión, me permitieran hojear un expediente que registra la vigilancia de la que fui objeto entre 1962 y 1985. Resulta increíble pensar en la energía, el tiempo y el dinero que invirtió la Secretaría de Gobernación para espiar a una periodista (de nacionalidad suiza y en ocasiones judío polaca).
Bajo la bóveda de lo que antes fue una crujía y todavía conserva puerta y barrotes, Mercedes y María Fernanda pusieron en una mesa un voluminoso expediente. Me dieron unos guantes blancos, de esos que usan los meseros o las afanadoras, y me preguntaron: ¿Quiere que la dejemos sola? Claro que no –me atemoricé.
La verdad, hojearlo me lastimó; primero me costó trabajo porque es difícil leer copias quemadas y ennegrecidas por la fotocopiadora, subrayadas y vueltas a rayar. A pesar de su presentación carcelaria, el fajo de hojas es una bitácora puntual, un registro que se incrusta en la piel como un tatuaje, un regreso al pasado: una charla en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM); un encuentro con Margarita García Flores, Marta Lamas y Alaíde Foppa (desaparecida el 19 de diciembre de 1980) para definir temas de la revista fem, la cena para fundar la nueva editorial Siglo XXI que dirigiría Arnaldo Orfila Reynal, en la que tomaron la palabra Guillermo Haro y Fernando Benítez, y destacó la enorme y sonora presencia de don Jesús Silva Herzog, la de Pablo González Casanova, Víctor Flores Olea, Enrique González Pedrero, Julieta Campos; la manifestación en el Paseo de la Reforma contra el nombramiento de Gustavo Díaz Ordaz como embajador en España; (Al pueblo de España no le manden esa araña), las múltiples visitas domingueras a Eli de Gortari, José Revueltas, Armando Castillejos, Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, Heberto Castillo, Raúl Álvarez Garín, Gilberto Guevara Niebla, Salvador Martínez della Roca, Martín Dozal y Manuel Marcué Pardiñas, cuya valentía siempre me impactó en Lecumberri en compañía de Guillermo Haro; una reunión con el Comité Mexicano de Solidaridad con el Pueblo Argentino; un viaje con doña Rosario Ibarra de Piedra a Nueva York, en el que constan hasta los números de pasaporte y de boleto; conferencias en Puebla, Baja California, Sinaloa, Michoacán, Nayarit, Tijuana, no importa el lugar, el informante aparece y deja constancia detallada de qué dijo cada participante y sobre todo de cómo se atacó al gobierno y a la figura del señor Presidente. Recuerdo especialmente a una criatura angelical cuyo fervor literario escondía su servicio para la Secretaría de Gobernación.
Uno de los viajes más destacados por Gobernación fue a la Organización de Naciones Unidas, Estados Unidos, que en el expediente figura hasta con número de pasaporte y de boleto en compañía de doña Rosario Ibarra de Piedra. A nuestro paso por el corredor que lleva a la sala internacional del aeropuerto Benito Juárez, surgían fotógrafos con sus cámaras y le dije a doña Rosario: ¡Mire nada más qué populares somos y cómo nos están fotografiando! y Rosario repuso: ¡Ay, Elena, son de la Federal de Seguridad y nos están fichando!
El espionaje nunca cesó, así se tratara del Movimiento Nacional Pro Defensa de la Mujer, la UNAM, la Universidad Autónoma Metropolitana o el Instituto Nacional de Bellas Artes. Los informantes se dividían en sector femenil o sector estudiantil lo que comprueba que hubo infiltrados dentro de los propios grupos. Esto, más que asombrar entristece y recuerda la peor época del estalinismo. ¿Quiénes podrán haber sido los infiltrados? A ninguno puedo ponerle cara.
Leer los nombres de los firmantes de cada copia, Fernando Gutiérrez Barrios y Miguel Nazar Haro, dos de los represores más visibles de la guerra sucia mexicana es volver a un pasado que ahora tiene nombres más sofisticados e impersonales tal vez, pero conserva el mismo objetivo: vigilar a sus ciudadanos. Ahora se habla de malware, software, Pegasus, NSO Group, pero detrás se esconde la misma Secretaría de Gobernación que en los años 60, 70 y 80 seguía a sol y a sombra a un grupo de periodistas, activistas e intelectuales cuyo único delito era denunciar las desapariciones y torturas del régimen en el poder, que sigue siendo el mismo; por tanto, hoy por hoy sus prácticas no tendrían por qué sorprender a nadie.
Más que sorpresa, el escándalo de vigilancia que sale a la luz causa indignación porque los asesinatos a periodistas no cesan y los ciudadanos se preguntan en quién pueden confiar si la misma institución encargada de protegerlos no sólo espía su vida pública sino la privada y cuyas estrategias y contra-estrategias de espionaje harían las delicias de John le Carré. Tristemente no hablamos de guionistas ni novelistas, sino de nuestros propios representantes, cuyos salarios pagamos millones de mexicanos que cada día salimos a trabajar para volver en la noche a sentarnos frente a la caja idiota, como la llamaba Carlos Monsiváis –a quien seguramente espiaron en sus correrías con El Fisgón a las tiendas de antigüedades de la Zona Rosa y la Lagunilla en Metro, autobús, taxi, avión y globo aerostático.
Los casos del australiano Julian Assange, fundador del sitio web WikiLeaks que filtrara documentos diplomáticos de Estados Unidos (quien permanece refugiado desde 2012 en la embajada de Ecuador en Londres) y de Edward Snowden, antiguo empleado de la CIA (quien confesó que el gobierno de su país espiaba a su propio pueblo y fue tachado de traidor y terrorista al punto de anularle pasaporte y nacionalidad estadunidense) son emblemáticos por las acciones represivas que toman los gobiernos contra periodistas que exponen sus tácticas delictivas.
Siempre se ha dicho que el ojo del gran hermano vive al norte, ahora comprobamos que en nuestro propio país somos vigilados (¿y por tanto castigados?) como en esa gran cárcel de la que hablaba nuestro querido José Revueltas.
La película La vida de los otros (2006), del alemán Florian Henckel von Donnersmarck, transcurre en Berlín del Este durante los últimos años de la República Democrática Alemana y muestra el espionaje que ejercía la policía secreta (Stasi) sobre algunos intelectuales. A más de 10 años de su estreno y a casi 20 de la caída del Muro de Berlín, una vez más la realidad supera a la ficción. El pasado 19 de junio The New York Times publicó el artículo Somos los nuevos enemigos del Estado: el espionaje a activistas y periodistas en México, en el que da cuenta de 80 millones de dólares destinados a programas de espionaje comprados a una empresa israelí para vigilar a periodistas y luchadores sociales, como Carmen Aristegui o Juan Pardinas, activista anticorrupción. Incluso, el teléfono celular del hijo de Carmen, menor de edad, fue intervenido. ¡Es imposible no sublevarse ante la agresión a un muchacho que ni siquiera ha empezado a vivir!
Ahora que están de moda los espías, es grave enterarse de que la Secretaría de Gobernación, la Procuraduría General de la República y el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), de cuyas manos depende la seguridad de los mexicanos, sean quienes utilicen la tecnología para vigilar a sus propios ciudadanos y es más grave aun cuando entre esos ciudadanos aparecen nombres de periodistas críticos al gobierno en turno.

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