El fiscal especial
Bernardo Bátiz V.
D
os hombres de leyes están enfrentados ante la opinión pública y ante los tribunales; frente a frente en los programas de radio y de televisión y en la Cámara de Senadores; se trata del titular de la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Electorales (Fepade), Santiago Nieto Castillo, por un lado, y por el otro el ex fiscal de hierro Javier Coello Trejo, abogado del ex director de Petróleos Mexicanos (Pemex) Emilio Lozoya Austin. La diferencia entre ambos es de sobra conocida; la buena o la mala fama está de por medio.
El asunto nos lleva a muy diversas reflexiones; la primera se refiere a saber quién y en qué momento se tomó la decisión de despedir de su cargo al fiscal especial nombrado, sin votos en contra por el Senado. Lo despide un subprocurador en funciones de procurador y en sustitución del que pocos días antes había renunciado a su cargo. Quienes no estamos al tanto de las entretelas de las grandes decisiones políticas del régimen, nos preguntamos si el procurador saliente tomó la decisión antes de irse, si la tomó el nuevo encargado del despacho o si tan grave determinación viene de más arriba y tiene origen más elevado. Esta última hipótesis es la más sólida; correr a un fiscal especial no está al alcance de un servidor público de tercer nivel.
En el mundo de los abogados litigantes se sabe que cuando un juez es presionado para tomar una determinación en un asunto a su cargo, que no le gusta, que algo tiene de turbio o de dudoso, el atajo que toma para cumplir lo que se le pide sin tener responsabilidad directa, es
enfermarseunos días, pedir licencia y que sea su secretario de acuerdos el que dicte la sentencia riesgosa, sin que el titular se ensucie las manos. Al que firma, ya se le premiará con un ascenso.
La otra reflexión gira en en torno de los dos abogados que se enfrentan ante los ojos de los espectadores; el fiscal especial es conocido por sus altos antecedentes académicos y porque fue aprobado para un cargo tan delicado, tomando en cuenta su distancia con el sistema político imperante. El defensor fue un fiscal conocido como hombre rudo y eficaz; hombre de acción y ligado al PRI. Tuvo mucha cercanía con asuntos truculentos que se atribuyeron a sus escoltas y en el foro no es visto con buenos ojos.
El fiscal especial inició una investigación,
carpetacomo se le dice en el lenguaje del nuevo derecho procesal penal. En ella, a partir de información proveniente de Brasil, investigó la posibilidad de que la desprestigiada empresa Odebrecht hubiera sobornado a funcionarios de Pemex, precisamente en la época en que Lozoya Austin era su director. El asunto se volvió peligroso para el investigador, por dos razones: una porque la época de los posibles sobornos coincidió con la campaña política que llevó a Peña Nieto a la Presidencia de la República y, la otra, porque se incorporó a la investigación un escrito del director investigado, en el que, además de argumentos jurídicos para tener acceso a la investigación, adujo, según se ha informado, antecedentes familiares, es decir, abolengo y prosapia, también meritos políticos propios.
El fiscal se sintió intimidado e hizo pública esta percepción; haber actuado de esa manera dio como resultado un despido fulminante por la causal de haber transparentado datos de una averiguación previa que debe ser mantenida en secreto. La verdad es que tanto él como el defensor han hablado ante los medios del asunto en litigio y, en mi percepción, el defensor ha tenido más ocasiones de hablar ante micrófonos y cámaras o de salir en la prensa diaria que el fiscal investigador. Asalta la duda: ¿el defensor sí puede hablar de la investigación públicamente en defensa de su cliente y la parte acusadora no? Porque la actitud ha sido muy parecida, con la diferencia de que los puntos de vista del fiscal no han gozado de mucho espacio ni han tenido la misma difusión que los del defensor de Lozoya.
El debate que de esta pugna se derivó se está dando en el Senado y es de alcances nacionales y de gran trascendencia para el ya inminente proceso electoral del año próximo. La disyuntiva es saber si podemos contar con un fiscal independiente del sistema, capaz de sancionar a quienes traten de alterar el voto público o sus resultados o volveremos a tener una autoridad perseguidora de los delitos, mas bien decorativa, que tenga como misión aparentar que se persiguen los delitos electorales, pero sólo los menores y en casos muy concretos, sin entrar a fondo en las grandes maniobras que alteran sustancialmente la voluntad popular.
La opinión pública, que sí existe y que ya tiene medios de comunicación propios, más allá de las clásicas charlas de café, no comulga con ruedas de molino; percibe que un fiscal capaz, independiente y con valor civil, es clave en el proceso que se avecina y se pone de lado de ese fiscal y de los legisladores de oposición que se han unido para evitar su remoción. Ese es el tema de hoy.
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