sábado, 24 de febrero de 2018

La casa caída
Bernardo Bátiz V.
P
ara enseñar a los niños palabras y gestos, las madres de antaño, algunos lectores lo recordarán, recitaban este estribillo: “El papá enojado-la casa caída-el coche quebrado-los niños enfermos –luego alzando los brazos decían más fuerte– ¡ay! que cuidado”, y se cubrían el rostro con las manos. A las dos o tres veces de repetir el juego, el niño aprendía y también se llevaba las manos a su cara. Era la remembranza de algún desastre familiar, casa, coche, niños, todo dañado, lógico, papá enojado. Así estamos en la capital en víspera de la escapada del jefe de Gobierno de su cargo, desempeñado a disgusto de los ciudadanos, pues se va a buscar otro puesto en el laberinto de los partidos confundidos, y ante los procesos electorales a punto de ser puestos a prueba, el pueblo se queda enojado.
¿Qué podemos decir hoy de nuestra casa grande, la capital del país? ¿Es la ciudad pérdida? Como se titula la ágil y bien informada columna de Miguel Ángel Velázquez; pareciera que sí, eso sienten los capitalinos, como en el antiguo estribillo, un desastre generalizado.
Veamos el agua: en las semanas recientes ha escaseado, no llega por la red de tuberías convencionales, al abrir el grifo sólo caen gotas y la gente de varias colonias y en distintas delegaciones cierra calles, saca pancartas y grita consignas, no acepta que el líquido falte y se cobre más caro. Hay otras reflexiones sobre el tema; el que quiere agua la puede comprar, hay pipas que por un precio llenan tinacos y cisternas. Sí hay abasto, pero cuesta y se paga en realidad dos veces, una mediante la boleta bimestral, la otra cuando el de la pipa, mercado negro o al menos gris, estira la mano para recibir el costo.
Pensando con calma, podemos concluir que el agua circula por toda la ciudad; llega indirectamente a las casas, pero pasa primero por tiendas de conveniencia, supermercados y hasta por pequeñas tienditas de colonia (las que quedan); en efecto, gira por todas partes, embotellada y estibada en grandes y estorbosos camiones que la distribuyen; va en envases, algunos todavía de vidrio, la mayoría de plástico, así, como nos enseñaron que debe ser, inodora, insípida e incolora, como llega del cielo o sale de los manantiales; también circula endulzada y pintada de colores, con gas carbónico y a veces con un mínimo porcentaje de la pulpa de alguna fruta.
Entonces, lo que debiera asombrarnos, es que sí hay agua, va pasando en la esquina, por la avenida, en carros rojos de la Coca o en los variopintos de otros distribuidores, pero eso sí, a los ciudadanos comunes no les llega a sus llaves o no tiene fuerza para subir a sus tinacos. Esto significa una sola cosa: la autoridad falla y el abasto está mal distribuido.
La casa caída y el coche quebrado se perciben también en nuestra ciudad congestionada de vehículos que no encuentran acomodo ni en calles ni en estacionamientos. El transporte público es malo y por eso se incrementa el privado; ante ello, el gobierno en lugar de mejorar el servicio público, se ocupa de estorbarlo. En el caso del Metro, cobra más y no da el mantenimiento necesario, en cambio, su gran plan es construir a lo largo de la Calzada de Tlalpan, línea dos, sendos edificios de negocios concedidos a particulares a cada lado de cada una de las estaciones. En las calles los espacios de rodamiento se reducen con jardineras abandonadas; estorban conos azules, vallas naranja y postecitos negros antiestéticos y mal colocados. De la seguridad no es necesario decir mucho, todos sabemos que va de mal en peor; más asaltos, robos, muertitos.
La casa caída la percibimos también en calles cerradas, campamentos de damnificados, largas cicatrices del tendido del gas natural, y toneladas y toneladas de escombros.
El jefe de Gobierno se ocupa de otros temas, apenas atina con frases rebuscadas y titubeos al hablar, explicar algo. Se va, la casa queda en ruinas.

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