Fidel, el camarada Alejandro
Luis Hernández Navarro
F
idel Castro es un mito, lo era antes de morir. Lo es en la doble acepción del concepto: como parte de una historia imaginaria en la que se deforman las verdaderas cualidades de una persona, y como elemento movilizador de la política en el que se sintetizan proyectos y anhelos colectivos.
Sobre Fidel Castro se han contado multitud de relatos fantásticos. Hay quienes aseguran que buscó, sin suerte alguna, jugar beisbol con los Yanquis de Nueva York y con los Senadores de Washington. Se dice también que, en 1946, a los 20 años de edad, fue extra en dos producciones de Hollywood: el musical Holiday in Mexico y la comedia Easy to Wed. En 2005, la CIA informó que sufría mal de Parkinson.
Estos inventos (y muchos otros por el estilo) son inofensivos al lado de la andanada de calumnias que sus enemigos le fabricaron para tratar de desprestigiarlo. Forbes lo acusó sin dar una sola prueba de tener 900 millones de dólares en una cuenta, cuando es más o menos evidente la sencillez con que vivía, que personalidades cercanas han descrito como
casi espartana. Vivió sin lujos. Otros le imputaron ser un monarca, un torturador y lindezas por el estilo.
Hay quienes, escandalizados, le achacaron promover el culto a la personalidad. Sin embargo, en Cuba no hay calles, estatuas o plazas que lleven por nombre el de Fidel Castro. Más aún, él rechazó en vida que su fotografía se colgara en las oficinas de los edificios públicos. Algo inusual en el mundo de la política institucional.
Quienes lo trataron son testigos de su capacidad de escuchar y preguntar. Ignacio Ramonet lo describe como un hombre
casi tímido, bien educado y muy caballeroso, que presta interés a cada interlocutor y habla con sencillez, sin afectación. Con modales y gestos de una cortesía de antaño, siempre atento a los demás.
El asunto es otro. Sus detractores nunca lo absolvieron de tener la osadía de levantarse en armas contra el tirano Fulgencio Batista, organizar un ejército con un puñado de hombres, ganar la guerra, derrocar la dictadura, enfrentarse al imperio, frenar el despojo, hacer realidad la soberanía nacional, emprender la construcción del socialismo, redistribuir la riqueza, involucrarse activamente en la lucha anticolonial en África, resistir junto a su pueblo el bloqueo económico, sobrevivir al derrumbe de la Unión Soviética, retirarse ordenadamente del poder y ver cómo su semilla libertaria germinaba en América Latina.
Nunca lo exoneraron del delito de nadar contra la corriente y demostrar que se puede ir contra la lógica del capital y de las grandes metrópolis imperiales; de hacer evidente que se puede vivir con valores como la solidaridad, la cooperación y la ayuda mutua, haciendo a un lado la lógica del darwinismo social capitalista y del mercado como escuela de virtud; de poner como prioridad de gobierno la salud y la educación del pueblo.
Pero, sobre todo, no le perdonaron su más grave pecado: salir victorioso en un buen número de sus grandes apuestas. Ciertamente no fueron todas, pero sí la mayoría. Los señores del poder y del dinero pueden darse el lujo de exculpar a quienes los desafiaron y perdieron la vida en el intento, pero no de indultar a quienes los derrotaron. Fidel Castro fue uno de ellos.
La afrenta del comandante les resultó imperdonable. Vaya, ni siquiera pudieron asesinarlo, como intentaron hacerlo en más de 600 ocasiones. Falleció entre los suyos de muerte natural. Hasta sus últimos días fue visitado por quienes lo quisieron y admiraron. Incluso se dio el lujo de escribir un último artículo sobre sus 90 años de vida pocas semanas antes de morir.
Fidel Castro fue (es) también un mito, entendido no como ficción, sino en el sentido que le dan a este concepto Georges Sorel y José Carlos Mariátegui. Su figura es una imagen-fuerza que evoca sentimientos, un imán que convoca a la acción colectiva, un momento de condensación de la historia viva de América Latina, de representación de la voluntad continental de cambio hacia otro mundo más justo.
Prácticamente durante casi toda la segunda parte del siglo XX y lo que va del XXI, el comandante Castro y la revolución cubana suscitaron en otros países olas ininterrumpidas de lucha a favor de la independencia nacional, la democracia profunda y el socialismo. Fidel reconoció y estimuló la vitalidad de los pueblos latinoamericanos y caribeños, y su capacidad para hacer su propia historia.
Dotado de un excepcional sentido de la historia, Fidel supo ser, a lo largo de más de seis décadas, un hombre de su tiempo. Analista profundo de las situaciones concretas, se colocó, una y otra vez, en la cresta de los cambios de época.
El seudónimo de Fidel Castro en su exilio mexicano fue Alejandro, su segundo nombre real. Con ese alias preparó el desembarco de su expedición armada a Cuba, hace ya 60 años. En ese nombre de guerra se sintetizan su extraordinaria capacidad como conspirador y la firmeza inquebrantable de sus principios. Y, a pesar de ser un jefe de Estado, el comandante siempre fue a lo largo de su vida el Alejandro de los principios éticos y convicción revolucionaria de su aventura mexicana.
El comandante fue un líder que inspiró a una diversidad generaciones en los más distintos países. No puede decirse lo mismo de muchos personajes de la política contemporánea. A juzgar por las expresiones universales de duelo que se han hecho patentes estos días, del cariño que una parte de la juventud planetaria le profesa, el mito de Fidel sobrevivirá a su muerte, no como un logo reproducido en camisetas, sino como ejemplo a emular. Como un reconocimiento a la congruencia de Fidel Alejandro.
Twitter: @lhan55
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