Durante la presentación de mi libro en la fundación Ortega y Gasset, el diálogo se concentró en el microcosmos aleccionador de México. Tras una introducción generosa de Ludolfo Paramio, profesores y estudiantes transitaron de sorpresa en sorpresa. De la esperanza colectiva desatada por la alternancia en el poder a la decepción generada por la rapiña de una clase dirigente indigna de ejercerlo. De la profunda regresión por la violación del orden democrático a la ilegitimidad de un gobierno quebradizo que cede a las presiones de sus adversarios históricos y coopta sin escrúpulos a la ralea de las izquierdas advenedizas. De la promesa solemne de reformar las instituciones públicas a la avidez insensata por corroerlas.
La reforma energética fue debatida y esclarecida. Más allá de las 12 palabras que hubiesen permitido un acuerdo político honorable, la negativa recurrente a enfrentar los problemas esenciales planteados: el destino productivo de la renta petrolera, la suficiencia fiscal del Estado y la reconversión científica y tecnológica, que nos abrirían la ruta para una economía moderna. En vez de ello, el horror a la rendición de cuentas y el encubrimiento de los responsables del pillaje, así como la entrega de una empresa nacional reforzada a quienes la envilecieron y a quienes encarnan el proyecto privatizador que la nación ha rechazado.
Por encima de todo: la simulación. La vesania mediática, el linchamiento cobarde y el burdo reparto del pastel. En el exceso, una voz trepadora acusó a las conciencias disidentes de “buscarles chichis a las víboras”. Olvidó que vegeta en el huevo de la serpiente y no le alcanza concebir que la imaginación del mundo está empeñada en encontrar glándulas mamarias a los ofidios, y si pudiera, leche a las galaxias.
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