Historia y política
Bernardo Bátiz V.
E
stas últimas etapas de mi campaña política en la delegación Benito Juárez, participando como candidato a diputado federal por el 15 distrito de la capital de la República, he corroborado que no se puede hacer política, buena política, sin conocer la historia de la nación que pretendemos representar, de la ciudad y de la delegación. La historia reciente, pero también la más remota, de décadas, de años o siglos atrás. Ciertamente no seré (de ganar la elección) un diputado que represente a una ciudad o a una delegación, tendré la representación de la gran comunidad nacional, como lo define acertadamente el artículo 51 de nuestra Carta Magna; este precepto, que todos debemos de recordar y en especial los aspirantes a un asiento en el Congreso de la Unión, en cualquiera de sus cámaras, dice textualmente:
La Cámara de Diputados se compondrá de representantes de la nación electos en su totalidad cada tres años.
Queda más que claro, los diputados en sus cargos no actúan para sí mismos, ni lo que hacen tienen efectos en sus personas o patrimonio, son representantes de otros y lo que hagan, acertado o no, con intención clara o sin ella, causa efectos en la vida, en el destino futuro y en el patrimonio de muchos, de sus representados; los actos jurídicos en que participen, sea en comisiones, en el pleno, elaborando minutas, estudiando proyectos, argumentado en tribuna, votando por el sí o por el no, absteniéndose de votar o aun, como ha llegado a suceder, ausentándose de la sesión, tendrá repercusión en sus representados; los ciudadanos que son la causa material de la nación sufrirán o se beneficiarán de lo hecho de lo dicho o aun de lo no hecho o del silencio de sus representantes.
La práctica viciosa, en especial en las últimas décadas, ha llevado a pensar que los diputados representan a su gobernador, al presidente, a quien los impulsó, al pacto que firmaron sus coordinadores, a su partido, a su sector o a su distrito; esto no es así, los representantes populares lo son del todo nacional y su conducta y actitud en el cargo que asumen deben estar encaminados a que prevalezca el bien colectivo por encima de los intereses o bienes parciales. Y para representar a una entidad viva, como es la nación, hay que conocerla y saber cómo son y a qué obedecen sus procesos sociales y por tanto, a conocer su historia.
Recientemente he participado en dos actos políticos, insertos en la campaña que está por concluir y en ambos, las disertaciones, los diálogos públicos, han girado alrededor de la historia. Un coloquio en el parque Esparza Oteo de la colonia Nápoles, rumbo por el cual las clases medias han salido recientemente a protestar contra los parquímetros, se tituló Regreso de Juárez a la Benito Juárez; así fue la invitación y así lo propuso y explicó el conductor del acto, Paco Ignacio Taibo II, quien recordó anécdotas del prócer y trajo a colación la firmeza política, pero también rasgos del buen humor de quien dio nombre a la delegación.
No es simple cuestión de azar que se pretenda rescatar a la delegación que lleva el nombre del dirigente político de la Reforma del siglo XIX, de manos de quienes la han gobernado, ciertamente muy mal, desde hace ya casi tres lustros. Los neoliberales de hoy son en el fondo ultraconservadores; no quieren que cambien las cosas ni en el país ni en la
Benito Juárez, porque ellos, su grupo compacto, unos pocos, la han gobernado para su propio provecho, en medio de escándalos y con turbiedad, dando la espalda tanto a la población de la entidad que gobiernan, como a la nación entera. La conclusión fue que los juarenses de la delegación deben tomar de ejemplo la entereza, el patriotismo y la firmeza de quien estuvo al frente del país durante la intervención francesa.
Otra referencia histórica tuvo lugar en un diálogo con algunos de los integrantes de la Academia Mexicana de Periodistas; en él se pasó, sin rompimiento de continuidad, de la política de hoy, de la tensión social existente hoy, a la historia de México; para mí está claro: un político que ignora la historia de su comunidad, cercana o amplia, es necesariamente un mal político; contradiciendo a Hank González, un político ignorante de la historia será un pobre diablo de la política.
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