Don @FedericoArreola, sobre arte del autoplagio en Gioachino Rossini; cp. @DeniseDresser
El buen trabajo crítico que Denise Dresser había desarrollado como periodista y como colaboradora de Carmen Aristegui ha sido puesto en duda por numerosos columnistas y polemistas de las redes sociales desde el punto de vista de la congruencia política, entre otros elementos, por las consecuencias equívocas de su entusiasmo por el voto nulo y su promoción, su cercanía con la panista Margarita Zavala y su crítica incisiva a la izquierda. Y sobre todo, ha sido puesto en “tela de juicio” desde la perspectiva de la ética periodística. Pues se ha demostrado que no sólo ha sido plagiaria de un libro (America: The Book, de Jon Stewart, publicado como México. Todo lo que un ciudadano quisiera (no) saber sobre su patria, fraude en coautoría de Jorge Volpi; pruebas a cargo de León Krauze en “Dresser y Volpi: inspirados”, Letras Libres, 05-06), también que es autora de burdos auto plagios, como se ha visto en el cotejo línea por línea y párrafo por párrafo entre un artículo crítico dedicado a Vicente Fox en 2004, “El presidente autista” (Reforma; 07-06-04), y el dirigido contra Enrique Peña recientemente, “Presidente perdido” (Reforma; 28-09-15); otro caso, los artículos sobre Rosario Robles en 2004 y 2013.
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El tema ha sido tan tratado que ya no interesa más, excepto como acumulación de pruebas. No obstante, mientras leía a Federico Arreola decir en columna reciente: “Los plagios más notables, los de Denise Dresser a sí misma en Reforma y Proceso. La politóloga ya había sido exhibida robando materiales completos a analistas de Estados Unidos. En 2015 se descubrió que también es experta en el reciclaje de sus propios escritos.” (“Periodistas 2015: lo mejor y lo peor en 10 puntos”; SDPNoticias.com, 25-12-15), dio la casualidad y me llamó mucho la atención que estuviera escuchando en ese preciso momento a uno de los más grandes auto plagiarios del arte, el genial compositor y gran humorista, Gioachino Rossini, el célebre “Cisne de Pésaro”, como también se le conoce.
En 1829 Rossini apenas alcanzaba los 37 años y como una celebridad internacional, acaudalado con propiedades en Francia e Italia, se retiraba de la escena operística tras estrenar Guillaume Tell en París. Sólo volvería a tomar la pauta para algunas obras de carácter sacro, pero no más ópera. Se dedicaría a la buena vida sobre todo, a disfrutar de su memorable gusto por la gastronomía, a vivir París, a presenciar y usufructuar el éxito absoluto, a recibir la admiración y el elogio de los nuevos compositores, incluyendo a Giuseppe Verdi y Richard Wagner, a ver fallecer a los otros dos compositores del terceto del estilo belcantista, Vincenzo Bellini, muerto sorpresivamente a los 34 años en 1835 y Gaetano Donizetti, muerto sifilítico y en la locura en 1848 a los 50, y a atestiguar la evolución de la ópera hasta el día de su muerte en 1869.
Y si de algo fue “acusado” Rossini antes y después de morir fue de ser un auto plagiario descarado. Alguien que “reciclaba” o “citaba” trozos enteros de su propia música. Pero él mismo lo ha explicado. No se trataba de escribir algún articulito semanal, sino de completar una ópera en tres semanas, que fuera exitosa en lo posible, soportar la presión de los empresarios y tolerar el divismo de los cantantes. Por otro lado, como las obras no se imprimían de manera inmediata y se desconocían a cabalidad los contenidos, ¡cómo no recurrir a la reiteración como un auxilio!, aunque algunos dijeran que el hombre padecía de pereza. Nada que ver con el registro contemporáneo de lo que hoy se publica, que no por abundante deja de percibirse y prestarse a las pesquisas y al hallazgo.
Y no parece mal el citarse a sí mismo. Sobre todo cuando el auto plagio proviene del genio. Y Rossini lo hizo constantemente. El barbero de Sevilla, por ejemplo, su obra más celebrada estrenada en 1816, contiene fragmentos de cuando menos otras cinco óperas de su autoría. Y en el caso de la obertura, era la cuarta vez que la utilizaba, después de Elisabetta, Regina d’Inghilterra, Aureliano in Palmira y L’equivoco stravagante, en 1815, 1813 y 1811, respectivamente.
Escuchaba, pues, este celebérrimo trazo musical pensando asimismo que el aria final del Conde de Almaviva, “Cessa di piú resistere…” -que normalmente se omite dada su dificultad y la incapacidad de ciertos cantantes-, la utilizaría, con diferente texto, claro, en el rondó de Angelina en su también celebérrima La Cenicienta, de 1817, “Non piú mesta…”. Y así se puede continuar y expurgar las 39 óperas de “Il Cigno di Pesaro”; una delicia para los expertos y un reto para el prurito de los quisquillosos.
A los 25, pues, Rossini estrenaba el cuento operístico más celebrado, La Cenerentola, sobre la historia de Charles Perrault; a los 24 -siendo ya famoso por composiciones como La scala di seta, Tancredi, L’italiana in Algeri o Il turco in Italia-, presentaba la comedia operística más aclamada de todos los tiempos, El barbero de Sevilla,tomando como argumento la primera parte de la comedia de Pierre-Augustin Caron de Beaumarchais, cuya segunda parte había sido puesta en escena antes por ese otro genio descomunal llamado Mozart, en Las bodas de Fígaro.
Y pocos fragmentos son tan populares, más allá del mundo de la ópera, que hayan llegado a anidar en el oído intemporal del pueblo, en la cuerda vocal común y el silbido, como el aria de Figaro, “Largo al factótum” (esa de “Traleraleraaa, tralaralá!… Figaro quá, Figaro lá!…”); tal vez, “La donna è mobile”, cantada por el duque de Mantua en la ópera Rigoletto, de Verdi, y “Votres toast…”, esa que dice “Tooreeadooor, toreadooor…”, cantada por Escamillo, en Carmen, de Georges Bizet. Pedazos quizá universalmente tan populares, por dar algunos ejemplos llanos, como la canción napolitana “O’ sole mio”, de Eduardo di Capua, o la canción más afamada de todos los tiempos, la mexicana “Bésame mucho”, de Consuelo Velázquez, en cuya frase melódica anhelante de copiosa satisfacción sensual y desesperada –esa noche de “última vez”- no pocos escuchan, siendo Consuelito estupenda pianista, una, digamos “cita”, un “préstamo”, una “inspiración” basada en el tema o leitmotiv principal del Concierto para Piano y Orquesta en La Menor, de Robert Schumann.
P.d. Como quiera que sea, siempre es agradable regocijarse con Rossini, el genial auto plagiario de Pésaro. Y en cuanto a la señora Dresser, digamos que puede albergar la esperanza de un futuro prometedor: recuérdese que la FIL de Guadalajara premió en 2012 a un plagiario periodístico confeso, a Bryce Echenique. Mas no sé si deba pasar sin vergüenza del auto plagio al franco plagio periodístico (la avanzada está demostrada ya en el género de ensayo humorístico) o escribir también alguna que otra novelita.
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