jueves, 25 de mayo de 2017



Delfina y la blanquitud


Ricardo Bernal

Doctor en Filosofía Moral y Política (UAM-I). Profesor de filosofía social y filosofía de la historia (La Salle)
@FPmagonista
Delfina y la blanquitud
Como ocurre en todos los periodos electorales, la antesala de los sufragios en el Estado de México ha dado pie a innumerables descalificaciones, así como a actitudes de rechazo hacia las distintas candidaturas que buscan la gubernatura de la entidad más poblada del país. Sin embargo, algunas de las críticas que ha recibido la candidata de MORENA, Delfina Gómez, llaman poderosamente la atención.
No sólo se trata de la virulencia de dichos ataques sino del contenido de algunos mensajes que, lamentablemente, han bordeado los límites del clasismo y el machismo. Independientemente de las preferencias políticas de cada persona, este tipo de comentarios pintan de cuerpo entero la ideología de amplios sectores de la sociedad, quienes, incluso sin ser conscientes de ello, siguen reproduciendo un conjunto de prejuicios y estereotipos machistas y elitistas arraigados en lo más profundo de nuestra sociedad.
Desde luego, no me refiero a aquellas críticas que han puesto el foco sobre su indefinición en temas de primer orden como el matrimonio igualitario o el derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo, tampoco a los cuestionamientos sobre el presunto manejo indebido de recursos durante su administración como presidenta municipal de Texcoco. Estas interrogantes no sólo resultan legítimas, sino necesarias para todo aquel que pretenda obtener un cargo público.  
Me refiero, en cambio, a un conjunto de señalamientos que intentan demeritar a la candidata de MORENA debido a factores como su forma de hablar, su estilo de comunicar o, en el extremo, su apariencia física, su estrato social, su condición de mujer o, como en aquella enciclopedia China de la que hablaba Borges, por todas las anteriores. Aunque menos pedestres, existen otros cuestionamientos que intentan embozarse en un manto de academicismo o de neutralidad racional que, sin embargo, terminan siendo igualmente preocupantes. Tanto más cuanto sus promotores no parecen ser conscientes del grado de elitismo o, quizás, de franca hipocresía que destilan al enunciarlos.
En todo caso, sorprende que este tipo de descalificaciones no sólo provengan de los sectores de la derecha más rancia, sino también de quienes se asumen como progresistas. Es sabido que declararse defensor de las mejores causas no cura el clasismo, el elitismo y, mucho menos, el machismo, sin embargo, da la impresión de que, en algunos casos, ser “progre” no ayuda a mitigar estas actitudes sino que las potencia hasta llevarlas al cenit de la arrogancia.
En un excelente artículo titulado En defensa del nadien (http://www.lahojadearena.com/en-defensa-de-naiden/#.WR4wr5U49Jo.facebook), la profesora del Colmex Violeta Vázquez ha explicado con claridad que mofarse de la forma de hablar de una persona “es mofarse, antes que nada, de su clase social, de la variedad de español que aprendió al nacer, de la gente con la que creció y con la que se comunica”. En el fondo, se trata de una forma de discriminación que atraviesa a diversos sectores de la sociedad y que se funda en una comprensión muy deficiente del lenguaje.
De hecho, la forma de hablar de las personas no refleja automáticamente ciertas habilidades sociales o cognitivas, tampoco existe una regla interior al propio lenguaje que defina quién habla mejor y quién lo hace peor. Se trata de convenciones sociales que aprendemos previamente a cualquier proceso pedagógico formal, por lo cual resulta al menos problemático juzgar las capacidades de una persona en función de un criterio tan arbitrario.
La crítica a la forma de hablar de Delfina no tiene que ver con una especie de “pudor lingüístico” que espontáneamente ha echado raíces en usuarios de las redes sociales otrora poco preocupados “por el bueno uso del idioma”. Prueba de ello es que muchos legisladores, empresarios, conductores de radio o televisión pertenecientes a otro estrato social acostumbran a usar expresiones como “check and balance”, “accesar” o, más recientemente, “mentorear” (las cuales, al poseer equivalentes en el castellano no se encuentran reconocidas por la RAE), sin que nadie se escandalice por ello.
Al contrario, hay quienes hacen maravillas frunciendo la boca para imitar la forma de hablar de esos personajes. Entre otras cosas, esto se debe al hecho de que socialmente le otorgamos mayor valor a estas formas de hablar porque cubren un estereotipo vinculado a cierta posición socioeconómica. Un estereotipo que, injustificadamente, relacionamos con características como la educación, la preparación, la honestidad, el éxito e inclusive la capacidad para gobernar.            
Hace algunos años, Bolivar Echeverría llamó blanquitud al intento de imponer un prototipo de ser humano como ideal universal vinculado al proceso de modernización capitalista occidental. Dicho concepto no se refería tanto a un fenotipo particular, aunque también coincidía con él, sino a un conjunto de características que son valoradas por encima de otras y que se postulan como los ideales de la humanidad: la productividad, la eficacia, la autorrepresión, pero también determinada forma de hablar, determinadas formas artísticas, determinada forma de vestir, etc.
Según Echeverría, la blanquitud promueve un proceso de invisibilización de las diferencias, aspirando así a una cultura orientada hacia el grado cero de lo humano. La idea del filósofo latinoamericano es que, a medida que la infinidad de prácticas, de tradiciones, de idiomas, de sociolectos, de producciones artísticas y culturales, van siendo relegados por no apegarse a los estándares establecidos por el desarrollo de la modernidad occidental, la pluralidad que caracteriza a los seres humanos se va restringiendo y la cultura tiende hacia una estandarización casi absoluta.
Aunque las implicaciones de este concepto son problemáticas e incluso refutables, no dejo de pensar en él cuando leo las críticas que algunos “politólogos” “bien preparados” le dirigen a una candidata como Delfina. Desde sus coordenadas es inconcebible que una mujer que no habla como “debería hacerlo” un político, que tampoco responde a la figura del “outsider” facundo, bravucón a la “Bronco” o campechano a la “Fox”, una mujer que no comunica con la seguridad que tendría que hacerlo un candidato bien asesorado o con la circunspección que amerita la ocasión, pueda conectar con la ciudadanía a tal punto de encabezar las encuestas del Estado de México, ahí donde candidatos “más preparados” no han podido siquiera competir seriamente.
Quienes, incluso desde la izquierda, hablan de la incapacidad para gobernar de una candidata con “serias limitaciones” para expresarse; quienes aducen que una mujer como Delfina no tendrá la fuerza para enfrentar los duros problemas que implica tomar las riendas del Estado de México; quienes incluso le regatean su propia independencia parecen tener en la cabeza un prototipo muy particular de “político ideal” al que todos los demás debieran apegarse.
A estas alturas, deberíamos saber que cumplir con los estereotipos reproducidos por los expertos en “marketing político” no garantiza un mejor gobierno. De hecho, llama la atención que muchos de los perredistas que actualmente han expresado sus dudas sobre la capacidad de gobernar por parte de Delfina no hayan cuestionado ni mínimamente a figuras como Rafael Moreno Valle o el propio Yunes Linares. ¿Acaso su facundia y su buen porte, o su viril bravuconería han garantizado un mejor gobierno en los estados de Puebla y Veracruz?  
Más allá del buen hablar, una caterva de asesores para el discurso, un porte envidiable o la virilidad del bravucón, existen otros factores esenciales que deben ser considerados como la interlocución con la ciudadanía, el compromiso con los más afectados, la capacidad de delegar a los perfiles adecuados, etc. Saber hablar frente la cámara, saber memorizar los datos proporcionados por los asesores o saber aparentar un control absoluto de sí mismo en el escenario son criterios bastante pobres para definir la capacidad de una persona.
Sin negar las críticas que puedan dirigirse hacia Delfina, muchas de ellas bien justificadas, debemos reconocer que su candidatura nos ha mostrado que es posible aspirar a un cargo público sin la necesidad de reproducir los prejuicios patriarcales, clasistas y elitistas con los que, incluso, los expertos en política más progresistas intentan encuadrar los perfiles de nuestros gobernantes.

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