EditorialNo a la pena de muerte
El pasado martes, el Congreso de Coahuila aprobó por mayoría –con los votos de los partidos Revolucionario Institucional (PRI) y Verde Ecologista de México (PVEM)– una iniciativa de reformas presentada por el gobernador de la entidad, Humberto Moreira, para modificar los artículos 14 y 22 de la Constitución federal, para restaurar en el país la pena de muerte y que pueda ser aplicada en ese estado a los secuestradores que asesinen a sus víctimas. La propuesta será turnada al Congreso de la Unión, a fin de que dictamine si es procedente.
Ayer, los presidentes de la mesa directiva de la Cámara de Diputados, César Duarte, y de la Junta de Coordinación Política del Senado, Manlio Fabio Beltrones –ambos del PRI–, defendieron por separado el derecho de la legislatura coahuilense a presentar iniciativas sobre la pena capital. En contraste, el presidente del Senado, el panista Gustavo Madero, rechazó la posibilidad de que el Legislativo federal apruebe dicha propuesta, y advirtió que el gobernador podría ser sometido a juicio político y destituido del cargo si porfía en su intento de poner en marcha ese castigo.
La aplicación de la pena capital en el país significaría, además de una inaceptable regresión histórica, un colapso moral del Estado mexicano y de la propia sociedad: es un castigo abominable, bárbaro e inhumano, que atenta contra el derecho fundamental de todos –la vida–, pone en evidencia el fracaso de los mecanismos de impartición de justicia y apunta a una pérdida del sentido de rehabilitación y reinserción social de los delincuentes por la autoridad. Adicionalmente, dada la falibilidad de los aparatos de justicia de todo el mundo –particularmente grave en el caso de México, donde persiste una corrupción inocultable y la práctica atroz de “fabricación de culpables”–, la aplicación de la pena de muerte, conllevaría el riesgo de cometer asesinatos contra inocentes.
En las naciones donde se mantiene vigente, la medida, por añadidura, se ha revelado ineficaz en el combate a la criminalidad y es de suponer que en México tendría nulo carácter disuasivo: a fin de cuentas, para evitar que se cometan delitos no es tan importante la severidad de la sanción como la certeza de que se aplicará; esto último es sumamente improbable en un país caracterizado por la impunidad, donde se sanciona un porcentaje ínfimo de los crímenes cometidos. Finalmente, la pena capital no ataca de fondo las causas estructurales –sociales, económicas e institucionales– de la delincuencia, y no es, por tanto, funcional para erradicar el fenómeno.
Por añadidura, en la actualidad, cuando la tendencia internacional va en sentido de lograr la abolición universal de la pena capital, sería lamentable que ganara terreno y simpatías en la sociedad una iniciativa impulsada por cálculos electorales orientados a explotar la zozobra ciudadana ante la ola delictiva y el fracaso de las políticas oficiales de seguridad pública.
Es claro que los intentos del tricolor por reistaurar en el país este castigo obedecen, más que a una legítima preocupación por la seguridad de los mexicanos, a un cálculo electoral de ocasión, de cara a los comicios del año próximo. Sin embargo, flaco favor se hace el priísmo al pretender conquistar el voto ciudadano mediante el impulso de una medida que enfrenta el rechazo de amplios sectores de la población. Por lo que hace al PVEM, el hecho insólito de que un instituto que se reclama ecologista incluya la promoción de la pena capital dentro de su plataforma política evidencia, por si hiciera falta, que lo que lo guía no es la ideología ni el programa, sino un pragmatismo descarado y electorero.
Ante estas consideraciones, es necesario que el gobierno de Coahuila y los integrantes del congreso de esa entidad reflexionen y den marcha atrás a una idea que, en vez de representar una contribución a la convivencia civilizada y el desarrollo ético del país, constituiría, si progresara, una regresión hacia la barbarie.
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