Fuga y la crisis de las prisiones
A
yer por la mañana se fugaron del Reclusorio Preventivo Varonil Sur de la Ciudad de México Luis Fernando Meza González, Yael Osuna Navarro y Víctor Manuel Félix Beltrán, los tres vinculados con el narcotráfico y este último, presunto operador financiero de Iván y Alfredo Guzmán Salazar, hijos de Joaquín El Chapo Guzmán Loera. Como admitió el gobierno capitalino horas después de conocerse la evasión de los reos, en la fuga hubo
una evidente colusión de servidores públicos, pues de otra forma resulta inexplicable que cruzaran cinco rejas del centro penitenciario sin ser detectados.
Se trata, desde luego, de un hecho inadmisible que amerita un urgente deslinde y esclarecimiento de responsabilidades, así como una sanción ejemplar a cualquiera que haya facilitado el escape de los cabecillas del crimen organizado que enfrentaban solicitudes de extradición a Estados Unidos.
Sin embargo, al margen de las peculiaridades del caso –como la orden de un juez federal que obligó a regresar a Félix Beltrán a estas instalaciones preventivas, cuando ya se encontraba en un penal de máxima seguridad–, el tema de fondo al que es necesario remitirse es la promesa pendiente del actual gobierno federal para abordar de manera integral la problemática de las prisiones mexicanas, las cuales constituyen una de las más descarnadas expresiones de las miserias y los rezagos que ha venido arrastrando la nación. En efecto, en los centros de reclusión se concentran la corrupción la desigualdad, la impunidad y la falta de justicia, males agravados por la aplicación del populismo penal, práctica de política pública consistente en incrementar las condenas, aunque se encuentre probado que ello no tiene impacto alguno en la reducción de los índices delictivos. De esta suerte, las cárceles operan a contrapelo del marco jurídico, sirviendo como instrumentos de castigo y no de reinserción social de los delincuentes.
La crisis del sistema penitenciario debe entenderse en dos vertientes, la primera de las cuales corresponde al ámbito de los derechos humanos: es necesario insistir en que el régimen carcelario en la República no debe significar la pérdida de las garantías individuales, por lo que un reo no puede ser sometido a extorsiones, torturas, esclavitud, violencia sexual o de cualquier otro tipo, ni a negligencia en el cuidado de su salud. La otra vertiente es la que refiere al control del poder público sobre un instrumento fundamental para la continuidad del orden social y del propio estado de derecho: en tanto el sistema de cárceles es, en su concepción, un conjunto de medidas para salvaguardar a la sociedad de los elementos antisociales, así como para reducar a esos elementos con la finalidad de permitirles una exitosa reintegración a la comunidad, la ruptura o perversión de dicho sistema vulnera las capacidades de la sociedad para desenvolverse de manera armoniosa. En suma, para que las prisiones cumplan un rol constructivo y no meramente punitivo es necesario rediseñarlas de tal modo que sean seguras y dignas para los internos y para el país.
Si bien la fuga de ayer ocurrió en instalaciones administradas por el Gobierno de la Ciudad de México, y en el entendido de que las competencias estatales y municipales deben ser respetadas en todo momento, es ineludible señalar que el impulso de la dignificación carcelaria debe provenir del Ejecutivo federal, única instancia capaz de abordar una tarea de esta magnitud. Si se considera que el propio gobierno ha señalado la regeneración de las prisiones como una necesidad del proceso de construcción de la seguridad y la paz de la nación, no queda sino exhortar a que se ponga manos a la obra cuanto antes para resolver uno de los grandes pendientes de la agenda pública. A ello debe añadirse, por supuesto, el esclarecimiento de lo sucedido ayer en el Reclusorio Sur, la recaptura de los fugados y el restablecimiento pleno del orden legal en este caso específico.
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