viernes, 21 de noviembre de 2008

José Cueli

El catarrito
El escritor egipcio-francés Edmond Jabès publicó en 1963 El libro de las preguntas. “Es el libro de la memoria”, porque en él se encuentran los grandes temas de su poesía: el “desierto” (el vacío), la “errancia” (el exilio), el libro (la palabra), el silencio, el extranjero y el judaísmo.

Jabès decía que “la respuesta no tiene memoria, sólo la pregunta recuerda” (...) “Nunca es la respuesta sino la pregunta, la que incendia el edificio” (...) “La grandeza del hombre está en la pregunta; en las preguntas que es capaz de plantearse y de plantearle a sus semejantes. Preguntas al Universo también”.

¿Por qué evoco a Jabés al principio de este artículo? Sencillamente porque el pasado 15 de noviembre concluyó en Washington la Cumbre sobre Mercados Financieros y Economía Mundial del Grupo de los 20 (en realidad asistieron 22 países) y me encuentro perplejo con más preguntas que respuestas.

En los pasados dos meses, cualquier mortal ha aprendido algo de economía en los periódicos. A fuerza de oírla, todos conocemos la historia: al estallar la burbuja del mercado inmobiliario estadunidense se sucedieron en cascada la caída de los créditos basura, la crisis de los mercados financieros y, finalmente, la desaceleración de la economía global.

Para hacer frente a la enfermedad llamada recesión, los médicos que asistieron a la reunión de Washington proponen una receta que me parece insuficiente y moralmente injusta: apoyar con estímulos fiscales a los responsables de la crisis, crear grupos de trabajo para darle una maquilladita al sistema financiero y seguir impulsando el intercambio comercial.

Creo que fue Ibn Arabi, quien dijo: “aquel en quien no obra la imaginación activa, jamás penetrará en el corazón del problema”. Bush, otra vez Bush, volvió a declararse partidario del libre mercado, la libre empresa y el libre comercio. No ha podido entender que si la economía se comporta de manera irracional es necesario establecer normas o reglamentos que eviten las atrocidades que hoy padecemos.

Es necesario que se limiten los sueldos y otras prestaciones que reciben los altos ejecutivos (algunos deberían ir a la cárcel por sus fraudes). Es necesario reducir las comisiones que cobran los bancos por manejar nuestro dinero. Es necesario disminuir los intereses leoninos que las mismas instituciones aplican al otorgar un crédito. Es necesario reformar el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y otros bancos de desarrollo para que cumplan cabalmente con su misión social. Es necesario abolir los paraísos fiscales que acaparan buena tajada de la riqueza mundial. Es necesario regular a las agencias de calificación de riesgos y los fondos de inversión de alto riesgo. Y, por supuesto, es necesario castigar las actividades ilícitas de las grandes transnacionales.

Lo que no está claro es qué van a hacer los gobiernos de los países desarrollados para ayudar a las naciones pobres que, en esta ocasión, son víctimas inocentes de la actual crisis económica provocada por Estados Unidos. Después de poner un poco de orden en este caos sin nombre, ¿quedarán recursos para luchar contra el hambre, la pobreza extrema o la amenaza del cambio climático? ¿Por qué los gobiernos neoliberales del G-20, que manejan más de 75 por ciento del PIB mundial, siempre actúan como si la única función del Estado fuera proteger al libre mercado, que tantos atropellos comete cotidianamente?

Cuando el presidente Calderón regresó a México, después de haber asistido a la Cumbre de Washington, declaró escuetamente que nuestro país “tiene rumbo firme y saldrá adelante”. Los mexicanos necesitamos saber que nuestras autoridades están tomando medidas adecuadas para enfrentar una recesión que va a ser severa y prolongada, que va a causar pérdida de empleos, caída del consumo, disminución en la actividad de los sectores industrial y de servicios, deterioro de infraestructuras y mayor desigualdad social.

“Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie”, escribió Giuseppe Tomasi di Lampedusa en su novela El gatopardo.

Ojalá no ocurra esto. Los millones de pobres que ha producido el neoliberalismo ya no aguantan más de lo mismo. El mundo está urgido de una economía con rostro humano.

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