En forma inopinada, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, afirmó ayer en Lima, Perú, que no hay ninguna duda de la probidad del secretario de Seguridad Pública federal, Genaro García Luna, varios de cuyos colaboradores se encuentran, en el contexto de la llamada Operación Limpieza, sujetos a investigación por presuntos vínculos con el crimen organizado. La declaración es preocupante, no sólo porque pretende desconocer las múltiples y justificadas dudas que alberga la sociedad en torno al nivel que ha alcanzado la infiltración de los cárteles del narcotráfico en las instituciones públicas, sino también porque impone un límite arbitrario a investigaciones que debieran realizarse sin reparar en nombres, sin favoritismos ni ideas preconcebidas. Lo dicho por Calderón no sólo no despeja las sospechas de muchos que piensan que la corrupción de servidores públicos no necesariamente se detiene, de manera mágica, en la línea que divide al secretario de Seguridad Pública de sus subordinados inmediatos, sino que obliga a preguntarse si realmente la Operación Limpieza es expresión de voluntad política –así sea tardía– para moralizar las corporaciones gubernamentales de seguridad pública y procuración de justicia o si constituye uno más de los ardides publicitarios de la actual administración, como fueron las aparatosas y televisables movilizaciones policiaco-militares emprendidas supuestamente contra los narcotraficantes.
La opinión pública, conmocionada por los arrestos y los arraigos de altos mandos de las corporaciones policiales en los ámbitos de la Procuraduría General de la República (PGR) y de la propia Secretaría de Seguridad Pública federal (SSP), no va a tranquilizarse de manera automática con los dichos de Calderón. Por el contrario, si se imponen por anticipado limitaciones a las pesquisas en curso, se generalizará la impresión de que no se orientan a erradicar la escandalosa descomposición que afecta a tales instituciones, sino a generar impactos mediáticos, a lograr legitimidad y, a fin de cuentas, mantener la cadena de encubrimientos e impunidades que constituye un indignante hilo de continuidad entre sexenios de distintos colores.
Con lo anterior no se pretende insinuar que García Luna esté coludido con la delincuencia organizada; en cambio, la afirmación tajante de que no lo está desvirtúa la imparcialidad y la independencia con que debieran desarrollarse las pesquisas y contraviene, por añadidura, el principio de separación de poderes, según el cual no es al Ejecutivo al que corresponde emitir certificados de culpabilidad o de inocencia.
Los hechos presentados por las propias autoridades indican que parte del entorno del actual titular de la SSP federal fue cooptado por el narcotráfico. Preguntarse si el jefe de la dependencia conocía o no tales circunstancias no es un “sesgo” ni “un error de apreciación” o “de enfoque”, como afirmó Calderón en la capital peruana, sino una operación de lógica elemental y de sentido común, y no hay razón para no seguirla y llevarla hasta sus últimas consecuencias, incluso para despejar las dudas y las sospechas que en la circunstancia actual se ciernen sobre el desempeño del propio García Luna.
Sea como fuere, a éste, así como al procurador Eduardo Medina Mora, corresponde en lo inmediato la responsabilidad del descuido en la conformación de sus equipos de colaboradores y en la supervisión de sus actividades. Debiera bastar con el precedente del general Jesús Gutiérrez Rebollo –ex titular del desaparecido Instituto Nacional de Combate a las Drogas (INCD), quien fue juzgado y sentenciado por su relación con la organización que dirigió el fallecido narcotraficante Amado Carrillo– para tener claro que los altos mandos de las dependencias de lucha contra la delincuencia organizada deben ser sujetos a escrupuloso escrutinio. Y por lo pronto, según se desprende de las recientes capturas y arraigos, el actual gobierno ha vuelto a fallar en esa tarea.
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