Injertarse en la corriente
Luis Linares Zapata
L
a corriente de insatisfacción por las resultantes y efectos del modelo imperante es, con buen grado de aserto, la que integra en su seno a la mayoría de los mexicanos. Tampoco es difícil visualizar los ingredientes que la componen y extienden. Una somera exploración de estos asuntos muestran casi de inmediato, sus dolores, los deseos y aspiraciones, así como sus motivos de inconformidad. Lo que resta, entonces, y con miras a la venideras elecciones de 2016 y también para 2018, es empatarse con ese enorme flujo vital como la fuerza social y política imprescindible para orientar y conducir el futuro nacional. De la habilidad para insertarse en tal corriente y, desde adentro, proponer las salidas más atractivas, dependerá el deseado triunfo electoral.
¿De qué sustancias está formado tal descontento reinante? ¿Quiénes y cuántos son los que lo padecen y manifiestan? ¿Cómo lo han ido acumulando en sus precarias (o asentadas) comunidades hasta formar parte integral de su cotidianidad conductual? El discurso que ha de formularse para empatarse con tal corriente, su tono y contenido, sin duda deberá penetrar hasta las entrañas de esa que ya es abarcante dolencia. Una que se codifica en reclamos, intolerancias, exigencias y variadas acciones de oposición a la ruta marcada por el oficialismo imperante. Este malestar colectivo, ciertamente, no es privativo de México; lo comparten casi todos los pueblos del mundo, puesto que circulan por senderos parecidos o idénticos. Bien puede decirse que es consustancial a las propuestas e imposiciones del capitalismo actual (de corte neoliberal) en su elitista versión financiera, ahora entronizada como tonada hegemónica global. Es por esta característica compartida que sea posible identificar los movimientos opositores como similares, ya que responden a impulsos y compulsas iguales. Unos pueblos, en el interior mismo de las sedes del poder mundial, dan palpables pruebas de sus rebeldías transformadas ya en sentidas aspiraciones políticas. Otras naciones, donde se ha logrado formar gobiernos con tendencias independientes, trabajan, en medio de feroces obstáculos internos (contando, también, los provenientes del exterior), por conservar vivos sus triunfos, por parciales o endebles que puedan parecer. La lucha que se observa por todos lados lleva motivaciones muy parecidas en su esencia: salir de la postración y el expolio al que las masas trabajadoras –incluyendo a las llamadas clases medias– han sido sometidas.
Los componentes que se fraguan centro de este fenómeno responden a estímulos donde la aspiración de bienestar es la constitutiva básica. La pauperización de las condiciones de vida, de trabajo, de aspiraciones y futuro es una vertiente de innegable realidad. Hay, además, un componente de ciudadanía y comunidad que se fragua con pasión nada desdeñable. Pero la violencia, acompañante necesaria de la injusta distribución de los bienes y las oportunidades juega papel estelar. Lo mismo sucede con la impunidad de aquellos transgresores de la equidad, que no se detienen ni muestran escrúpulos éticos en pos del enriquecimiento desmesurado. El continuo atropello de las normas de convivencia practicada por unos cuantos (plutocracias) corroe la misma democracia. La dramática e inexcusable contención salarial, tan dañina como usada de mil modos por los poderosos en turno, ocupa el centro motivacional de la protesta. Es, precisamente, la depredación del ingreso-salario, el ingrediente que facilita el injusto reparto de los bienes y servicios públicos. Bienes y servicios que son incautados, privatizados, por un manojo de privilegiados (traficantes de influencias) en connivencia con ávidos servidores públicos encargados de su custodia. La corrupción se ha enclavado en el cuerpo de las sociedades afectadas por las recurrentes crisis como el factor corrosivo que permite la vigencia y continuidad del modelo y de sus usufructuarios, tanto de dentro como de fuera.
Para comprender entonces este explosivo fenómeno hay que estar alerta a lo que, a su vez, sucede fuera de las fronteras nacionales. Sin apelar, con sensible actitud solidaria, que lleva aparejada la rebeldía ya bien manifiesta en los integrantes de estos movimientos, no se podrá aquí acceder al poder federal buscado. México ha quedado aislado, por su pasado reciente de manipuleos y fraudes repetidos, de los movimientos libertarios sudamericanos. Tampoco se han tendido los puentes con los muchos grupos que, en las mismas naciones desarrolladas, disienten del neoliberalismo financierista dominante. Todas estas corrientes llevan aparejadas o en su mera esencia principios, motivaciones, formulaciones de izquierda que solicitan ser acogidas e integradas para hacerlas propias. No es una tarea para oportunistas o simuladores del cambio cosmético, tan popular en estos aciagos tiempos. Para lograr el apoyo solidario hay que fundirse con estas fuerzas, ahora dispersas o en formación, pero lo suficientemente poderosas como para tomar el poder.
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