jueves, 1 de diciembre de 2016

Buscar vida en caminos de muerte
Elena Poniatowska
E
n el Antiguo Testamento leemos que Tobías era un judío piadoso que se encargaba de sepultar los cadáveres de sus compatriotas. Por su noble misión fue perseguido y exiliado. En Grecia, Antígona entierra a su hermano muerto a pesar de la prohibición y su desobediencia la condena a la muerte. Tomás Eloy Martínez cuenta en su estupenda novela Santa Evita cómo el cadáver de Eva Perón fue profanado por los militares antiperonistas que la consideraban un peligro aun muerta. Para Miguel de Unamuno el hombre sepulta sus cadáveres porque guarda la esperanza de la resurrección, del día en que volveremos a encontrarnos con nuestros familiares en el cielo. Lo cierto es que sepultar a los seres queridos es, más que un rito, un derecho inalienable, por eso la desaparición es la peor forma de tortura inventada por los regímenes absolutistas del siglo XX.
Para los griegos las honras fúnebres eran esenciales porque el alma de un cuerpo insepulto se condenaba a vagar por la tierra eternamente, de ahí que Antígona tomara la decisión que le costó la vida. Así como lo contó Sófocles, 442 años antes de Cristo, en pleno siglo XXI (el del conocimiento científico y tecnológico) muchas Antígonasbuscan desesperadas en territorio mexicano a sus esposos, hijos o hermanos. ¿Estarán vivos? Y si están muertos lo único que quieren es verlos, como doña Rosario Ibarra pidió ver el rostro de su hijo Jesús Piedra Ibarra y lo buscó durante más de 40 años en todas los sótanos de todas las delegaciones y en todas las cárceles clandestinas de nuestro país.
El 15 de noviembre la caravana de madres de desaparecidos centroamericanos entró por Chiapas a territorio mexicano y el 24 llegaron al Hemiciclo a Juárez de la Ciudad de México para exigir que se aplique la Ley General contra las Desapariciones Forzadas y una regulación que permita el libre tránsito de centroamericanos sin que los atropellen y los ofendan las autoridades mexicanas o –peor tantito– los secuestren los cárteles que se ensañan contra los más pobres, como denuncia el sacerdote Alejandro Solalinde. Para la desgracia de los migrantes, la Ciudad de México se encuentra en su camino a Estados Unidos y actúa como el más feroz de los cancerberos. Recuerdo a Adolfo Aguilar y Quevedo en una conferencia en la Casa de España denunciando, indignado, el trato a migrantes centroamericanos: México es un verdugo mucho más temible que Estados Unidos.
¿En qué momento se convirtió México en el triangulo de las Bermudas de sus hermanos centroamericanos? ¿Hacía falta que un xenófobo llegara a la presidencia del país más poderoso del mundo (y para colmo nuestro vecino) para que México, Guatemala, Honduras y El Salvador se sentaran a discutir el problema migratorio y unieran fuerzas en contra de la deportación masiva con la que amenaza Trump?
Las madres de cientos de hombres, mujeres y niños centroamericanos reclaman desde hace 12 años a sus familiares, vivos o muertos. Algunos desaparecieron en cuanto entraron a México, a otros les siguieron la pista hasta el Bravo. Tal vez murieron a la mitad de ese río, tal vez fueron levantados por alguna autoridad o cártel de la droga.
Es grave que una caravana de mujeres, un coro de voces que clama en el desierto, llegue a nuestro país –indignado por las declaraciones racistas de Trump– y sean ignoradas por la Secretaría de Relaciones Exteriores. Su viaje no es un peregrinaje ni una protesta más de las que pululan en nuestra ciudad. No todos somos la bestia. Habría que matar al Trump que muchos mexicanos llevan dentro o –peor aún– conservan orgullosos en su clóset.

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