Álvarez Icaza (@EmilioAlvarezI), de bully scout a vibrador “independiente”
Me parece curioso que desde hace al menos 14-15 años haya intuido la ambición de Álvarez Icaza.
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En junio de 2006 concluí una novela que, excepto fragmentos, continúa inédita; Chilangos, se titula. Allí anticipé, a través de un personaje llamado Maximilio, la candidatura presidencial de Emilio Álvarez Icaza, a quien tuve ocasión de conocer hacia finales de los 80, principios de los 90. Esta y muchas otras experiencias urbanas me permitieron crear a un personaje provinciano, solitario, inexperto y enamorado sin correspondencia de una chica scout, que busca adaptarse a las dificultades de la gran ciudad y su gente y que cae por corto tiempo en el círculo del bully Icaza (en aquella época el abuso de autoridad, la intimidación, la burla y el acoso no se llamaba bullying, pero el concepto del bully es antiquísimo, aparece ya en personajes de Shakespeare), porque como “jefe scout” (años de militancia que le llevaron en junio de 2012 a ser electo miembro del Consejo Nacional de la Asociación de Scouts de México, A.C.) así se comportaba en realidad, como un bully. Es de llamar la atención que desde esa vil condición que mostraba a sus 20 y 30 años haya mutado en un demócrata cristiano defensor de los derechos humanos y de supuesta izquierda (supuesta, porque no sólo su conducta, también la de otros militantes del escultismo que han devenido políticos, está ligada al PAN; y según algunos analistas, incluso al célebre Yunque). Aunque esta caracterización me ha parecido más bien una bandera que ha rendido frutos a su ambición dentro de la burocracia nacional e internacional. Así lo muestran sus inicios como Coordinador de Comunicación y Derechos Humanos del Centro Nacional de Comunicación Social (Cencos) –organismo creado por sus progenitores en 1964-, como su presente aspiración de poder.
Hoy que Álvarez ha anunciado su sueño presidencial de manera “independiente” (pero, ojo, ay, no descarta que algún “despreciable” partido adopte su proyecto “Ahora”), y no obstante que siempre se ha querido hacer pasar como hombre de izquierda, Gerardo Fernández Noroña lo define como a alguien que es “parte de la derecha, de los vibradores por México y del partido de quiénes están contra el pueblo”. Que ante el fracaso de otros globos “independientes” (Slim, Dresser, X. González, etcétera), “hoy, los vibradores por México, la derecha vergonzante y los poderosos de este país tratan de inventar su candidatura y de presentarlo a la nación como un hombre independiente y sin ligas partidarias. Él es sin duda uno de los vibradores por México y uno de los que acudieron a la marcha para apoyar al gobierno criminal de Enrique Peña Nieto. Hijo de un hombre de izquierda, Álvarez Icaza se ha desarrollado en los ámbitos institucionales de los derechos humanos y se ha caracterizado por su enorme conservadurismo.” (SDPnoticias.com; 26-02-17).
Por su parte, Julio Hernández López describe en su Astillero que, pese al fracaso de la convocatoria del domingo 26-02-17 para lanzar la aspiración del nuevo “independiente” en la Plaza de las Tres Culturas, la etiqueta #AhoraONunca (que cambiaría a sólo #Ahora) “ganó con rapidez (y brevedad) un primer lugar nacional de tendencias tuiteras”, que Monero Hernández “detectó que varios mensajes relacionados con ese proyecto eran de redacción similar y con clara evidencia de ser bots”, y que él mismo logró indagar que “uno de los ejes de esos bots fue la cuenta de @armando_regil”, fundador y presidente del Instituto de Pensamiento Estratégico Ágora (IPEA), organismo que anuncia tres “aliados” muy peculiares: “el Instituto Mexicano para la Competitividad (Imco, promotor de la 3 de 3), Mexicanos Primero (brazo político de Claudio X. González para la privatización educativa) y México Evalúa, Centro de Análisis de Políticas Públicas.”. Por otra parte, “IPEA ha entregado su presea, Legión de la Libertad, a personajes entre los que se cuentan Lech Walesa, Margaret Thatcher, Lorenzo Servitje, Felipe Calderón, José María Aznar y Pedro Ferriz de Con”; La Jornada, 27-02-17.
Me parece curioso que desde hace al menos 14-15 años haya intuido la ambición de Álvarez Icaza (comencé a escribir la novela en 2002). Ambición que puede ser legítima, pero hay que tener muy claro a quién obedece –si es que es así- su “independencia”. También es oportuno preguntar, ya que él (“nosotros”, dice) no se siente representado políticamente, ¿quién se siente representado con su persona y su proyecto?; ¿representa un proyecto legítimo o es sólo una marioneta que promueve la dispersión del voto? Y por esa curiosidad comparto un fragmento del capítulo II de Chilangos, “El beso de Verónica”.
II. El beso de Verónica
Verónica me besó, no yo a ella. Yo sólo me dejé. En realidad fue un breve chasquido: depositó su pequeña boca en la mía. Nada de saliva, apenas una mueca. ¡Cuánto había yo deseado ese beso diez años antes! Pero ya no era lo mismo la Verónica que hoy se me ofrecía a la que yo deseé durante todo el primer semestre de la Facultad. Entonces estaba enamorado. Ella se había convertido en la luz amorosa de mi posible dicha. Temblaba cuando la tenía enfrente y miraba el rubor permanente en sus mejillas, sus largas pestañas y sus bellísimas piernas. Sí, Verónica Mendoza había cambiado. La diferencia era como de treinta kilos. Además, habían pasado ya demasiadas cosas sobre ella, sobre nosotros.
Antes que todo, su familia me adoptó. Para su mamá era yo, “m’hijo”, para su padre, un arqueo de hirsutas cejas pobladas y para sus hermanos, cualquier diminutivo. No sé en verdad cómo me verían, si con estima o cierta lástima. Compasión por el provinciano solo y tímido. Nada me importaba. Yo anhelaba estar con ella, cerca de ella. Después de pasar la mañana entera juntos, de platicar, o más bien de escucharla (le apasionaban los signos zodiacales, indagaba las fechas de nacimiento de quienes la rodeaban, hizo fiesta al descubrir que habíamos nacido casi el mismo día, hablaba fascinada de “chavos cueros”, de su novio el árabe -cómo lo sufría yo, un día hasta me llevó a comprar al centro de la ciudad mi chamarra azul favorita a la tienda del papá de Mauricio, el árabe-, de sus amigas del alma y de los buey-escauts (como algunos les decían), adonde también, en el colmo de mi amor, fui a parar), después, en fin, de embobarme hasta el mediodía, tomábamos el metro Copilco y nos bajábamos en Etiopía. Ella subía allí al trolebús hacia la Álamos y yo me encaminaba sobre Diagonal San Antonio a la Narvarte. Luego de comer carne de perro con doña Pina, mi casera, me enfilaba a la calle Asturias con el pretexto de hacer en equipo la tarea de Formación Social Mexicana. Primero aguantaba el rito de saludar y repetir las palabras de rigor a la familia. Luego ya era libre de complacerme en su compañía. En el comedor del pequeño apartamento, sentados uno frente al otro, me arrobaba con la expresión de su rostro. Me parecía tan limpia, bella, lánguida, como si acabara de despertar o como si, desnuda, recién saliera de la ducha; esa impresión me causaba siempre. Quería acariciar su cabello lacio y oscuro, quería rozarla, tocarla, abrazarla, besarla... Con la Historia Moderna de México yaciendo a mi lado (Edit. COLMEX, dirigida por el gran Cosío Villegas), experimentaba palpitaciones en el pecho y entre las piernas. Su madre interrumpía ofreciéndonos tortas para la cena. A esas alturas yo me sentía tan mal, tan frustrado y sin hambre que sólo me comía una de las dos en que insistía. Era otra torta la que mi apetito reclamaba. ¿Se habrá percatado Verónica de mis palpitaciones cuando me miraba con sus enormes ojos negros? Yo soñaba con que, en un acto repentino, mágico, ella me colgara los brazos al cuello y me besara. Casi lo podía sentir. Tal era mi calentura que cuando se pegaba un poco de más a mí (tenía una manera íntima de acercarse, aunque fuera para preguntar la hora), fantaseaba con que la magia se produciría; prácticamente me derramaba en los calzones. No me quedaba más que cerrar los ojos. Los abría cuando escuchaba, “anoche me reconcilié con Mauricio, ¿cómo ves?”.
Así pasaron los primeros seis meses de otoño a invierno. Estuvimos en los salones, en el jardín de pingüicas, recorrimos las islas, entonamos canciones amorosas, viajamos en el metro, pasamos horas rellenando la taza de café en el vips, íbamos al Parque de los Venados y al de Félix Cuevas donde se reunía cada sábado con los buey-escauts. (Hay que aceptar que ni tan bueyes, algunos han escalado alturas insospechadas; uno de los lidercillos que más detestable se exhibía, Maximilio, ha ocupado cargos privilegiados en la burocracia parasitaria como supuesto adalid de los derechos humanos y no sé qué más con su aire de seudointelectual coyoacanense -que no hace falta describir ni definir porque ya hoy son una categoría estándar-, su mochila al hombro y el cinismo tras los anteojos. El rencor hacia este rústico personaje enraizó desde el tiempo de Verónica. Organizó, con el resto de los scouts, una fiesta de traje en su casona familiar al sur de la ciudad. Luego de que, condescendiente, me aclarara que “de traje” no significaba de saco sino de llegar al lugar acordado y anunciar “yo traje estas papitas, estos chicharrones y estos refrescos”, Maximilio distribuyó los “trajes”. A mí que a leguas se me notaba lo jodido me dijo: “a ti te veo cara de guacamole, así que tú te traes el guaca”. Con todo y que no llevé ni madres a la fiesta, o por lo mismo, a partir de ese día fui “Guaca” para él. Me veía y arrojaba el Guaca con espumarajos en la boca. Habituado al abuso de los muchachos subalternos y fascinado por la muy chilanga costumbre de inventar apodos, celebraba a carcajadas agudas su propio chiste; aunque él mismo hubiera sido ya bautizado como El Pelón, El Botijón, El Voz de Pito. Yo, callado como de costumbre, mascullaba inaudible: “pinche pendejo mierda”. Aquella afrenta era la confirmación de nuestras diferencias. Él, niño mimado, pequeño burgués, hijo y nieto con privilegios, júnior criado con cierto clasismo disfrazado de camaradería y solidaridad por el género humano. Yo, lo contrario. Apellido de alcurnia heredado, para él ha sido relativamente sencillo recorrer los andamiajes de la burocracia universitaria y la política de la ciudad. Y a estas alturas, por alguna razón, entre sus aciertos y cagadas, el discurso soso y ramplón de clase media chilanga, la calvicie avanzada, el vientre abultado y a pesar de una voz meliflua y ñengue, incluso le alcanzo visos de candidato presidencial por un partido menor -el cual no alcanzaría su registro o lo perdería- o cuando menos de senador suplente. Lo encontré hace ciertos años durante la Feria del Libro en el Palacio de Minería. Al verme, se carcajeó al saludarme, “¡Q’hiúbo mi Guaca!”. Sintiéndome hondamente humillado no sonreí, pero en el acto con vergüenza descubrí que no poseía los arrestos necesarios como para partirle la cara en dos ni la audacia para confrontarlo (acaso dejaría el cobro para un futuro posible; quise pensar). Petaca de cuero al hombro, anteojos, sombrero, barba crecida a lo Hernán Cortés, me presumió con cínica sonrisa “yo me dedico a ser intelectual de tiempo completo, ¿y tú?”. Escudriñando un poco más, veo crecer mi encono cuando recuerdo que a la fiesta referida llegó Laura. Bellísima, buenísima, amiga de Verónica y, me percaté pronto, novia del pendejo barbudo. No daba crédito a que una chava de tan bella naturaleza se dejara entusiasmar por semejante imbécil. El hecho lastimaba mi orgullo de caliente insatisfecho. Aunque aquello no era la excepción. Los idiotas del tipo radical-chic-Coyoacán con extensiones en la Condesa y Polanco, tienen enorme éxito entre las lindas y primerizas adolescentes embutidas en ajustadísimos pantalones corta-circulación o faldas invitadoras. Ya que varios de estos las han disfrutado -es de suponerse-, agarran urgidas al primer güey que pasa, lo cazan y se casan con él; pero por amor. Tampoco perdoné a Maximilio el desaire que me hizo en ocasión de la imposición de la pañoleta scout. Para tan dichoso evento, el grupo realizó una travesía pedestre partiendo el sábado de Milpa Alta y descendiendo el domingo en Tepoztlán. Por la noche acampamos entre montañas. Recolectamos troncos y ramas. Encendimos la fogata y el rito comenzó con la preparación por Maximilio de un brebaje seudobaturro de frutas dulces y ácidas y brandy. Todos tomamos un trago. Nos llamó a los iniciados. Vestido con los ñoños pantaloncillos cortos -que a su edad le hacían lucir extra lógico y más obeso de lo que era- y la tela multicolor al cuello, empezó a investir a cada uno con sus respectivas pañoletas diciendo no sé qué mamadas protocolares. Cuando tocó mi turno dijo que yo debía esperar para una próxima vez. Que él y la comisión de honor -o una jalada así-, concluyeron que no me había aplicado lo suficiente y que ni siquiera interés en comprar el libro de los sagrados ritos y procedimientos scouts y no recuerdo cuánta pendeja verborrea más, había mostrado. En suma, terminantemente, no merecía aún el altísimo honor de portar la noble pañoleta scout). En el parque, Verónica y yo hacíamos amarras inútiles, juegos pendejones y buenas-acciones-del-día. Y quien quiera ahondar sobre la gracia de estos camaradas, que consulte a Jorge Ibargüengoitia, maestro en el tema.
Continúa…
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