domingo, 2 de abril de 2017

Retórica y maniqueísmo
Jorge Durand
D
espués de un siglo de mantenerse el statu quo migratorio entre México y Estados Unidos parece ser que se ha llegado a un punto de quiebre. No va a ser el mismo de antes. No debe ser lo mismo que hemos vivido a lo largo de todo un siglo, con un movimiento pendular de altas y bajas, de apertura y cierre de fronteras, de dimes y diretes permanentes.
A lo largo de más de 10 décadas los mexicanos nos hemos desentendido de la emigración irregular y los estadunidenses se han hecho de la vista gorda y han tolerado la migración indocumentada. Nunca se decidieron a aplicar la ley ni a poner los medios legales y los controles efectivos para manejar el flujo migratorio. Simplemente no les convenía.
El cántaro se desbordó por el incremento notable del flujo en las décadas de los 70, 80 y 90. Durante 30 años el flujo migratorio mexicano y centroamericano creció a un ritmo de 10 por ciento anual, es decir, se duplicó década tras década. Fue un crecimiento exponencial. El censo estadunidense de 1970 detectó a 759 mil mexicanos, en 1980 fueron 2.1 millones, en 1990 se dobló a 4.2 millones y en 2000 llegamos a 9.1 millones. A ese ritmo de crecimiento debíamos haber llegado a 18.2 millones en 2010, pero no fue así: sólo alcanzamos 11.7 millones. Desde 2005 se nota un decrecimiento de la migración mexicana, especialmente irregular.
Como quiera, fue demasiado y no se quiso ponerle solución a tiempo. En Estados Unidos todas las propuestas de reformas migratorias fueron desechadas, y en México seguíamos pensando que no era asunto nuestro, sino del vecino. Salvo la propuesta de la enchilada completa de Fox y Castañeda, no ha habido otra postura proactiva.
Al flujo mexicano de 11.7 millones hay que sumarle otros 10 millones de migrantes centroamericanos, caribeños y sudamericanos, muchos de los cuales fueron migrantes en tránsito por México. Y por unas u otras razones en Estados Unidos a todos esos migrantes se les considera como si fueran mexicanos. La geografía no es el fuerte del pueblo estadunidense ni tampoco de los políticos. Les da lo mismo que sean de Honduras, El Salvador, Chiapas o Oaxaca. Nunca más cierto el dicho aquel de que ese amigo es un mexicano de El Salvador. Y entre los ires y venires de los migrantes, nosotros y ellos nos acomodamos y atrincheramos en los dimes y diretes. La retórica se ha mantenido firme en cada bando: de esta orilla del río Bravo hablamos de indocumentados, y allende el río Grande, de ilegales.
Por este lado argumentamos que los trabajadores migrantes pagan impuestos y, por el otro, señalan que los migrantes se aprovechan de los servicios sociales, educativos y de salud y son una carga para la sociedad. De nuestra parte afirmamos que los migrantes son personas que sólo buscan trabajo, son eficientes y realizan las tareas que los nativos no quieren hacer, y la contraparte afirma que los migrantes vienen a quitarles los puestos de trabajo a los nativos y que deprimen los salarios.
Ciertamente, una retirada masiva de trabajadores irregulares mexicanos de los campos agrícolas sembraría el caos, los salarios subirían a 15 o 20 dólares por hora y difícilmente encontrarían remplazo. Pero eso no ha sucedido y no va a suceder. Los viñedos de Trump en California no van a dejar de cosecharse.
El 85 por ciento de la mano de obra agrícola no calificada de Estados Unidos es nacida en México y en su mayoría indocumentada. Fue una estrategia diseñada de manera precisa para que los mexicanos se ocuparan de esas tareas. No hay negros ni chinos trabajando en los campos, tampoco filipinos. Los últimos fueron los trabajadores negros del tabaco y ya les dejaron la chamba a los mexicanos, en su mayoría trabajadores legales con visas H2A.
Aquello de la película de Arau de Un día sin mexicanos es cinema. También es retórica aquello de que son explotados por el capitalismo estadunidense. Capitalismo salvaje el de San Quintín, Baja California, que sólo puede ser domado a punta de huelgas, como la de hace unos años, cuando los jornaleros exigían 200 pesos de salario mínimo y ahora vuelven a la carga exigiendo uno de 300 pesos.
Con Trump la retórica tradicional ha sido dejada de lado y se ha convertido en planteamiento maniqueo. Ahora se trata de mexicanos criminales, violadores y narcotraficantes, de bad hombres. Es la oportunidad histórica para responder con una política migratoria que se ajuste al interés nacional.
Trump dijo, sin venir a cuento o con muy mala leche, en la conferencia de prensa con Angela Merkel que la migración es un privilegio, no un derecho. Es algo que se otorga, que se premia de acuerdo con méritos. Según Trump, los mexicanos y los musulmanes no forman parte de este grupo de privilegiados.
No obstante, varios millones de migrantes se han ganado a pulso el privilegio y el derecho de regularizar su situación. Fueron los dreamers quienes dieron la cara y, finalmente, se les ha respetado y se les ha privilegiado. Ahora les toca a los migrantes que después de 10, 20 o 30 años de trabajar y pagar impuestos han adquirido derechos por una situación irregular tolerada por el gobierno y promovida por los empleadores.
Hace tres años el gobierno mexicano de Peña Nieto se quedó callado cuando se discutía una reforma migratoria, que fue aprobada en el Senado estadunidense y luego desechada en la Cámara de Representantes. Es hora de dar la cara, dejar de escudarse en una actitud pusilánime y abandonar la llamada política sin estridencias con respecto de Estados Unidos.
Hay que cambiar la narrativa y definir claramente cuál es el interés nacional en el tema migratorio y que no se deje correr el tiempo con la esperanza de que se mantenga el statu quo por un siglo más.

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