jueves, 27 de junio de 2013

PABLO GOMEZ


En casi todos los países, el dueño del suelo no lo es del subsuelo. Por tanto, la nación es propietaria de lo que está debajo hasta el centro inexpugnable de la Tierra. México es uno de ésos. Pero lo es desde antes de la expropiación de los bienes de las compañías petroleras, las cuales operaban como concesionarias de lo que no era de ellas: Cárdenas les expropió sus bienes mas no los yacimientos que ya eran de la nación.
Nadie, ciertamente, pide que ese régimen jurídico de propiedad sea modificado, pero solo aparentemente. Lo que se busca es que los productos posibles del subsuelo –como ocurre con la minería—sean concesionables, pero no directamente como antes del decreto del general Cárdenas, sino de manera indirecta, lo cual quiere decir engañosa, tramposa. Y, para ello, hay maneras de privatizar sin decir que se privatiza.
Los contratos de riesgo, prohibidos por la Constitución, tienen ahora otro nombre: “contratos incentivados”. La dificultad estriba en que éstos no están permitidos por la ley, por lo cual todos los firmados por Pemex son, como dice la norma vigente, nulos de pleno derecho.
Aquí tenemos el primer problema de la privatización tan deseada por el gobierno y algunos empresarios. Para abrir la industria petrolera más allá de la prestación de servicios concretos con contraprestaciones determinadas –como dice la ley vigente—se necesita cambiar la legislación si se quiere llevar la práctica ilegal al plano de la legalidad aunque nunca de la constitucionalidad. Es por ello que se plantea la reforma de la Carta Magna.
Privatizar no quiere decir por fuerza la conversión de Pemex en una sociedad anónima con o sin mayoría del capital privado, sino abrir la ganancia industrial petrolera –todos los hidrocarburos—al capital privado. Es pueril ese argumento tan repetido de que no se quiere privatizar sino compartir con el capital privado un recurso que es propiedad de la nación. El país que concesiona comparte y el que “incentiva” también comparte: es lo mismo con denominación diferente.
El argumento es que el Estado no tiene recursos para aumentar, sin endeudamiento, las inversiones en la industria petrolera. Pero es que los ingresos de Pemex se los come el gasto corriente del gobierno federal, por lo que ese organismo público carece de suficientes recursos propios de inversión. El gobierno federal cubre gran parte de su gasto corriente con petróleo: así de simple.
Lo que se busca, en síntesis, es ir al fondo del Golfo de México a buscar crudo con la “ayuda” de las trasnacionales, las cuales exigen contratos de riesgo: me pagas por lo que extraigo; si el pozo está seco no pagas nada. Pero la Constitución y la ley prohíben ese trato: no se puede pagar a un contratista con base en el volumen de lo producido ni en su valor, sino por la obra realizada con independencia del hidrocarburo, tal como se hace al contratar la construcción de un puente en cualquier remoto lugar.
Se quiere, además, traer a algunos refinadores de petróleo a operar dentro del país y vender sus gasolinas “a precio de mercado” –¡bendito sea Dios!—con el propósito de quitarle al gobierno “la carga” de tener que construir costosas refinerías. Lo que no se ha respondido es si las trasnacionales podrían comprar crudo en el exterior o vender refinados en el extranjero al amparo de sus permisos. No se dice nada acerca de que podríamos tener más producción de gasolinas en el país pero cuyas ganancias se fueran al extranjero como ocurre con la compra de las mismas en el exterior, lo cual no sería ventaja alguna para México.
Nota para los periodistas y comentaristas falsarios por acelere, ignorancia, cochambre ideológico o conveniencia: privatizar no sólo es vender propiedad pública sino también entregar a privados una riqueza nacional

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