La sobada modernidad
Luis Linares Zapata
A
rmados con el garrote de la modernidad, los priístas de nuevo cuño reparten mandobles difusivos a diestra y siniestra para retomar sus viejas compulsiones entreguistas. El cosquilleo de los negocios a escala les nubla el talento e insufla sus artimañas leguleyas. Hincarle el diente a la remanente veta de la riqueza nacional ciertamente rebaja sus entendederas y los impele a menospreciar los peligros. Víctimas de una dirigencia aturdida por el relumbre y la lisonja, los priístas se suman al coro cuyas pautas han sido marcadas desde arriba: abrir, de inmediato (segundo semestre), las compuertas a la participación privada en la petrolera. Con la reforma en ciernes vendrá, vaticinan, un alud de inversiones que detonará el soñado crecimiento. La cantaleta de siempre repuesta en la escena de los tironeos, las trampas y los dispendios. Cual liberales de sometido grado vuelven, ahora con endebles bríos, a proponer la obsesiva reforma estructural energética. Una que, a su decir, transformará al país, aunque sólo balbucean que dará seguridad a los inversionistas entrevistos. Será la puerta a la gran prosperidad prometida en fervorosos discursos de campaña.
En la descampada de la aventura transformadora aparece un trío singular, con un linaje por demostrar, formado por el presidente Peña Nieto, el secretario Luis Videgaray y el director de Pemex, Emilio Lozoya. Ninguno de ellos con la experiencia y los conocimientos que aseguren la conducción del calado que la tentativa exige. Ninguno tiene el liderazgo popular ni la debida comprensión de una industria tan compleja como la petrolera. Pero, sobre todo, no portan la sensibilidad que les permita rasgar las cuerdas internas del ser nacional que se vería afectado por su trasteo. Y, lo más importante, ni acompañados por todos los dirigentes partidarios del tristón pacto y legisladores actuales podrán convencer a los ciudadanos de las supuestas bondades de respaldar su particular intentona. Más todavía, chocarán de frente, una vez más en su corto mando, con el cimentado estrato vital (seis de cada 10 paisanos lo tienen) que generó la propiedad colectiva del petróleo.
El neoliberalismo con que se alumbran los dirigentes del país deriva, no sin las rebajas obligadas, del viejo liberalismo colonizador del eurocentrismo. En ese pensamiento, visión de la historia y maneras de actuar va insertado un entreguismo que, también, es de larga data conservadora. Las razones que se han lanzado al aire son arquetípicas: no se tiene tecnología, tampoco el volumen de inversiones se alcanzaría. Habría que añadirle otras tantas excusas y sin razones: México no tiene la capacidad para, en solitario, desarrollar lo que se espera llegue a ser la palanca de despegue a la prosperidad. Vaya sentimiento dependiente que exhiben sin pudor alguno. Similares torpezas alegaron para vender la banca, los ferrocarriles, las acereras o las cerveceras, a los inversionistas con las consecuencias desnacionalizadoras consabidas.
La industria petrolera está sujetada por una lógica perversa de la que no es posible salir, según las élites convenencieras, sin buscar ayudas de fuera. En primer lugar se pretende, dicen, ensanchar la plataforma de extracción de crudo cuando, en efecto, las necesidades de la fábrica nacional no lo requiere. Atrás de esta pretensión expansiva se encuentra, claro está, la urgente necesidad de suplir, con la venta de crudo, los estragos de una evasión y elusión de ciertas empresas y grandes capitales. Es por esta pedestre sinrazón que se castigan los ingresos de Pemex con un régimen impositivo incautatorio que, después, le imposibilita invertir en los volúmenes requeridos. De aquí se desprende otra de las consecuencias nefastas que afecta a la empresa, su carísimo endeudamiento (Pidiregas) con que la han agobiado. Una manera tonta de disfrazar lo que en verdad es endeudamiento del gobierno federal. La actual administración, como también lo hicieron las anteriores, no tiene la voluntad para obligar a los evasores a sujetarse a la ley. Ensartarse en una lucha cuerpo a cuerpo con los grupos de presión internos (reales mandantes) y con sus conexiones en el exterior, queda fuera de su campo visual y fuerza.
La persecución de una modernidad subordinada se convierte así en un impulso irrefrenable hacia el entreguismo irracional. La modernidad, para los merolicos directivos actuales, se empapa de una misión redentora, visionaria, una cruzada entintada por la fe del cínico y las esperanzas fingidas. El Pemex de antaño, mucho más chico que el de ahora, construyó refinerías que podían satisfacer la demanda interna. Levantó una industria petroquímica de categoría mundial. Los tecnócratas hacendarios,coyotes, políticos rapaces y contratistas voraces le cortaron las alas. Impidieron el diseño y construcción de nuevas refinerías. Llegaron a sostener, en sus alegatos imbéciles, que era más barato comprarlas fuera que construirlas dentro. Privilegiaron las importaciones de gasolinas por la oscuridad de su manejo que a pocos beneficia. Se desmantelaron los complejos petroquímicos y se abandonó, deliberadamente, la producción de los indispensables abonos que ahora se traen desde Asia. En medio de este enredo de locos, ahora se pretende ensamblarle otro nivel de mayor tontería: compartir la renta del crudo con trasnacionales, alentar las concesiones en ductos, refinerías y abrir por completo el gas de esquisto. Y todo esto envuelto en un sindicalismo corrupto y de escasa monta. Para Pemex, en cambio, se reserva un sitio de privilegio dirán: administrar el fajo de concesiones y contratos. Un futuro brillante como propuesta de los nuevos priístas.
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