La reforma y la orfandad
Rolando Cordera Campos
L
a reforma energética empieza a ser vista por algunos como una gloriosa victoria. Seguramente sin conocer el gran cuadro de Rivera, los vencedores la ven así, como una acción libertadora: no sólo nos libera del monopolio tan temido, sino abre la puerta a una revisión a fondo, radical –diría alguno de los muchos niños héroes adosados al calce de los decretos– del régimen laboral hasta hoy vigente, y porta bienes y dones que harán de los antiguos milagros relatos provincianos, propios de un país premoderno.
Y todo –agregará el púgil hidalguense advenido senador por la gracia de Dios y sus compadres– gracias a la competencia que al llegar
todo lo acomodará: contratos y licitaciones; repartos de renta, salario y ganancia; ocupaciones temporales y temporaleras de tierras y aguas; el portento, incluso antes de arribar al país de las maravillas.
En realidad, ni la reforma ni el verbo que la acompaña han podido convocar el ánimo de las masas ni tranquilizar a la miriada de asesores, consultores y visires, todos ellos expertos, que no logran adivinar el perfil real que adquirirá la industria de la energía, en especial la de los hidrocarburos. Es pedir demasiado que este panorama se aclare, una vez que los panistas se vayan a su retiro, el Presidente pueda promulgar las leyes sin la amenaza de un nuevo chantaje de los herederos de don Luis, y a Pemex, empresa productiva del Estado, ¡faltaba más!, le concedan o no sus peticiones para la ronda cero.
Mucho queda por recorrer antes de que los
nuevos paradigmasdesplieguen sus potencialidades o, ante su fracaso evidente, la sociedad reclame un cambio de rumbo. No para volver atrás, como lo denuncian los preceptores de la izquierda irredenta, sino para empezar a avanzar y dejar de darle vueltas a esta noria del estancamiento estabilizador en que los antecesores mediatos e inmediatos de la actual coalición gobernante nos metieron desde finales del siglo XX.
Por más que se insista en hablar de relevos paradigmáticos, lo cierto es que el país y sus gobernantes siguen presas de las creencias, excesos y ocurrencias de la más ineficaz de las creencias económicas, aquella de la
mano invisible. Convertida en credo del siglo XIX, su revolución industrial y la Belle Epoque que le siguió, fue revivida como mantra de la revolución de los ricos que encabezaran los reverendos Thatcher y Reagan y encallara en 2009.
No obstante la evidencia abundante a todo lo largo del fin del siglo y la irrupción de la globalización; a pesar de las lecciones crueles y destructivas de la gran recesión que no termina; por encima de protestas y reclamos de las comunidades académicas, sociales, regionales, la razón del más fuerte ha impuesto su ley para llevarnos a un mundo de sinrazones donde los que mandan responden con malos chistes y sus alfiles llenan el escenario con mensajes rastacueros.
Al demoler la economía política fraguada al calor de la industrialización dirigida por el Estado que llevó a la economía mixta, el crecimiento alto y sostenido y la ampliación de las bases sociales de un desarrollo propiamente dicho, los reformistas no encontraron más inspiración que la sabiduría convencional reciclada. Las limitaciones de este elegante conjunto dogmático fueron reveladas genialmente por Keynes en los años 30, y la resurrección, impuesta como ideología del fin de la historia, dejó al intercambio político democrático huérfano de los criterios y principios básicos para organizar no sólo la deliberación plural, sino la conducción del Estado. De esta orfandad no se libraron sus principales promotores: de aquí la zafiedad del debate actual, pero también lo romo del discurso oficial; las inclinaciones rutinarias pero autoritarias a terminar la discusión por la
vía democráticadel mayoriteo y, a la vez, la recurrencia sin imaginación de los opositores a la ideología más plana o la simplificación champurrada de mal gusto.
Aparte de la bochornosa jaculatoria a favor de la competencia que a todos nos hará buenos, sabios y eficientes, de la que habrá que ocuparse con más calma, un ejemplo reciente de este encogimiento semántico y retórico de nuestra política es el supuesto escándalo sobre los pasivos laborales de Pemex. Hacía tiempo que no nos llevaban los sospechosos de siempre a este carnaval de demagogia numérica, pero el despertar ha sido un nuevo homenaje a la memoria de Tito Monterroso: ahí sigue el dinosaurio, pero ahora con armaduras actuariales que asustan al más pintado, quien se siente obligado a pedir cuentas, repudiar la corrupción, exigir decapitaciones sumarias antes de reconocer que el famoso pasivo es la suma hasta el fin de los tiempos (por lo menos de sus tiempos) de los compromisos que Pemex contrajo con sus trabajadores para su jubilación o retiro.
Grande como es, el fantasmal pasivo no pone en peligro al Pemex conocido y el que nos queda por conocer podría, por un buen rato, sobrellevarlo sin mayor problema. Salvo que, en los hechos, el gobierno le imponga a la empresa un régimen fiscal confiscatorio que la lleve a la tumba antes de lo planeado por los denodados liberadores petroleros.
Para nuestra fortuna, Gerardo Esquivel, como suele hacerlo, hizo con cuidado y precisión sus cuentas y puso en claro la superchería del escándalo de ayer. Lo hace con cifras al alcance de cualquiera, que los diputados niños héroes deberían conocer y manejar y los funcionarios de Pemex haber dado a conocer oportunamente… pero ese es otro cantar.
Sólo para compartir con el lector dominical de La Jornada, cito un párrafo del excelente ejercicio de Gerardo: “Los ingresos de Pemex en 2013 fueron de casi 1.9 billones de pesos; el balance operativo (ingresos menos gastos de operación, concepto cercano al de la renta petrolera) fue de 1.3 billones de pesos; los impuestos, derechos y aprovechamientos que pagó Pemex en 2013 fueron de poco más de un billón de pesos; el pago por pensiones en 2013 fue de 0.035 billones, es decir sólo 1.9 por ciento de todos sus ingresos. Compare esto con 54 por ciento de los ingresos que pagó Pemex por impuestos varios al gobierno federal. El pago anual de pensiones es, en todo caso, un porcentaje relativamente pequeño de la renta petrolera (inferior a 3 por ciento).
“Toda esta discusión es –concluye Esquivel– como si hubiéramos matado a la gallina de los huevos de oro y ahora nos pusiéramos a discutir sobre lo costoso que está resultando el funeral.”
Tan tan.
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