sep262013
México se enfrenta a un dilema sobre su industria petrolera. No es la primera vez. Pero, ahora, la prisa del gobierno y las ansias del PAN han puesto las cosas en una situación de alarma nacional. Si un país tiene dos cosas: petróleo e industria petrolera nacional, pública y administrada por el Estado, debe que resolver el problema de la declinación de su propia producción. Aquí es donde surge el dilema: lo hace directamente o lo encarga a las trasnacionales.
Estados Unidos no tiene problema pues carece de industria nacional y pública. Recurre a las empresas privadas, como siempre lo ha hecho, mediante una política de concesiones en los mares y apertura de nuevos campos. Esa es su propia vía hacia la seguridad energética.
Pero los países como México tienen que tomar una decisión. No se trata del financiamiento pues se sabe que una fuerte industria nacional puede financiarse mejor que las trasnacionales. El problema consiste en la capacidad operativa y la tecnología. Para el gobierno de Peña Nieto, Pemex carece de capacidad de incorporar y apropiarse de la tecnología que requieren los yacimientos de aguas profundas. Ya hemos dicho que varias empresas nacionales en el mundo pudieron resolver este problema, pero la pregunta sobre si México es capaz ha generado un un debate que huele a otra cosa que no es precisamente industrial.
No habría dilema entre desarrollar la industria propia o llamar a las trasnacionales si no fuera por dos factores: la prisa en aumentar los ingresos públicos de procedencia petrolera y la perniciosa idea de que el país no puede hacerlo. El primer factor tiene que ver con la estrecha visión sexenal de la política nacional. Todo presidente quiere hacer las cosas rapidito, es decir, dentro de su periodo improrrogable, sin analizar el horizonte transexenal. El segundo factor tiene varios componentes que van desde la hipertrofia burocrática, mafiosa y de corrupción (sindicato incluido) que padece Pemex hasta la duda en que un esfuerzo propio pudiera ser fructífero sin tener que entregar una parte del producto a los capitalistas privados (extranjeros por añadidura).
El dilema es enteramente político. No existiría si la industria petrolera nacionalizada se pusiera en movimiento, se lanzara a resolver problemas, obtuviera el apoyo del gobierno y del Congreso para desarrollar mayores inversiones y, finalmente, lograra un nuevo impulso de la ingeniería mexicana para mantener la plataforma de producción de crudo o, incluso, elevarla.
Cuando se abrió Cantarel, Pemex no era experto en yacimientos marítimos. Hoy lo es. Este yacimiento está en declive irreversible, como le suele ocurrir a cualquiera y, aunque no es previsible encontrar otro de igual capacidad, México puede ir al Golfo a obtener petróleo de grandes yacimientos. ¡Ah!, pero solo no, dice el gobierno. Ya se sabe que solo no lo hará porque las soledades industriales no existen, sino que se requiere el concurso de muchas empresas de la industria mundial, pero no necesariamente a partir de la compartición de utilidades, sino como prestadores de servicios que cobran y se van.
El plan del gobierno es traer a las trasnacionales para realizar la exploración, la perforación y la producción. Pemex no metería ni las manitas en toda esa ingeniería. Pero, además de compartir el petróleo, el gobierno tendría que pasársela en los tribunales porque las trasnacionales son irremediables generadoras de litigios judiciales debido a su inveterada gandallez. ¡Qué futuro tan malo nos depara la propuesta del gobierno
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