Los motivos de la reciente reforma energética parecen un simple entreguismo nacional, pero tienen algunas otras implicaciones. Cuando se descubrió Cantarel, el mayor yacimiento de todos los tiempos en México, el gobierno decidió hacer algo nuevo: obtuvo financiamiento y realizó una gran obra de ingeniería a cargo de Pemex. Hoy, ese depósito de hidrocarburos, con toda su inevitable declinación, sigue siendo uno de los mayores aportantes de recursos fiscales sin que sus cuantiosos ingresos deban ser compartidos con las trasnacionales. Otro problema fue que López Portillo y sucesores no hicieron reservas de capital dinero y se lo gastaron todo, mal, por cierto.
El gobierno de Peña quiere dinero rápido. Pero a diferencia de Cantarel y otros yacimientos, lo que se busca es generar recursos presupuestales dentro del marco de una compartición colosal de riqueza, la mayor de la historia del país después de 1938. El potencial energético del Golfo de México es tan grande que pudiera aportar unos dos millones de barriles diarios dentro de algunos años, pero una parte de los mismos irían a parar a manos de las grandes trasnacionales. Todo ello al margen del esquema de una industria nacionalizada. Es por eso que se puede decir que la reforma de Peña es una desnacionalización petrolera, pero también se puede decir que es una manera de obtener recursos fiscales al más alto precio.
En la actualidad, Pemex ha renunciado a desarrollar tecnología propia y se concentra en su compra aunque bajo su dirección técnica, más o menos. Los esquemas de contratos de servicios totales (exploración, perforación y producción) han sido onerosos, pero no tanto como pueden ser los de utilidades o producción compartidas y mucho menos de las licencias o permisos que son más o menos unas concesiones. Lo que une a todos esos esquemas es una innecesaria entrega de hidrocarburos a las grandes trasnacionales pero hay algo igual de importante: la industria nacionalizada deja de ser un polo de desarrollo tecnológico, productivo, de empleo y de ingresos como lo fue alguna vez, cuando los problemas eran encarados en el marco del concepto nacional del petróleo.
La estrategia desnacionalizadora no es un buen negocio para ningún país. Se aplica cuando no existe una industria petrolera propia, en países más atrasados no sólo en cuanto a las actividades extractivas, sino en general en las industriales. México tuvo una industrialización de cierta importancia y el petróleo le otorgó oportunidades que no hubiera tenido de otra manera. La reforma de Peña es como echar a andar la rueda de la historia pero hacia atrás: en lugar de usar el petróleo y el gas como palancas industrializadoras que logren impulsar la ingeniería nacional, lo que vemos es una derrota decretada desde el Congreso y el Ejecutivo. En lugar de ir al Golfo a impulsar nueva tecnología y desarrollar una petroquímica de nivel mundial se opta por las licencias o permisos y, por lo menos, por otros contratos que siempre serán generadores de corrupción tal como está demostrado en medio mundo.
Con la reforma energética de Peña, el país tendrá algunos ingresos públicos mayores que si no se hiciera nada, pero mucho menores si se opta por el desarrollo industrial. Es de suyo entendido que toda plataforma industrial requiere financiamiento y que el costo financiero es algo que hay que pagar. Pero eso es poco comparado con lo que será preciso entregar con contratos de utilidades o producción compartidas y con permisos o licencias, cuyos titulares se llevan una parte demasiado grande del valor de un producto que es, por definición, de la nación, es decir, de todos los mexicanos y mexicanas. Por desgracia, no sólo se trata de ingresos, sino también de desarrollo industrial, el cual, por lo que se observa, no les importa a los actuales gobernantes.
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