Poder, ¿para quién?
Luis Linares Zapata
E
l presidente de Ecuador, Rafael Correa, al recibir el doctoradohonoris causa por la Universidad de Barcelona, en su discurso dijo: para salir de la crisis actual lo importante es saber para quién se gobierna. Una opción, la más común, es atender a las élites, que incluyen, en primerísimo lugar, al gran capital financiero. Esta ruta desemboca, ineludiblemente, en mayor concentración y desigualdad creciente. La opción que él, con orgullo y respeto generalizado sigue, es hacerlo para el pueblo. Los reconocidos resultados que con tal postura ha obtenido para los ecuatorianos son patentes. Esa simple aseveración, sobre todo cuando fue dicha frente a una nación, como la española, plagada de dificultades para apuntalar una salida digna para sus ciudadanos, no puede pasar desapercibida. La sentencia de Correa implica el dilema en que se debaten las naciones y los gobernantes del mundo. Un dilema, por cierto, resuelto, en la abrumadora parte de los casos, en favor de ese uno por cierto que controla instituciones, capitales, empresas, narrativas hegemónicas y gobiernos enteros.
El poder, ¿para qué sirve?, se siguen cuestionando tirios y troyanos. Sirve, responden algunos, para asegurar el bienestar de su ciudadanía, aunque esta aseveración parezca a muchos una extravagancia digna de revoltosos. Otros anteponen a este mandato igualitario una variedad de concepciones libertarias. Al hacerlo, se ven apoyados por innumerables organismos fundados para esparcir el interesado evangelio de los privilegiados. Algunos más argumentan en favor de la democracia, entendida ésta en su versión político-electoral. Y, en su nombre y apellido, ensayan pleitos interventores contra los que juzgan trasgresores, aunque tales divergencias sólo incluyan tenues matices. Pero los prohombres de las finanzas nacionales arguyen con displicente desparpajo que el poder se usa para asegurar la estabilidad económica que se cosifica en ciertos indicadores fundamentales: deuda pública, inflación, déficit externo o fiscal, intereses, masa monetaria, volumen del crédito bancario y otros por el estilo. Son los epítomes que persignan y santifican a un gobierno que se juzgue
responsable. Y en esa interminable polémica se agotan energías, divergencias ideológicas y disgustos al por mayor.
Lo cierto es que, sin bienestar, al menos en su mínima versión, las libertades y la democracia poco pueden representar para unas mayorías sumidas en la precariedad y la desesperanza. O esos otros, en casos extremos, como el de muchos mexicanos, que permanecen en la más inhumana de las pobrezas. Qué capacidad de expresión puede obtener un ciudadano inmerso en el analfabetismo funcional aunque busque, con ahínco aceptable, un sustento que, la mayor parte del tiempo, se le escapa de las manos. Cómo pueden millones de parroquianos aspirar a una vivienda digna si su salario de achica, con rigor inusitado –y permitido desde las altas esferas decisorias– en el transcurso de las horas, las semanas o los días.
La desigualdad, señores de las decisiones inapelables que mangonean el ya ralo poder de las instituciones nacionales, es el asunto crucial de la actualidad. No hay otro tópico que valga la pena priorizar sobre esta cruel realidad contemporánea y que, en este país, se ha convertido en verdadera plaga. Es inaceptable seguir acumulando riquezas, instrumentos, oportunidades, leyes, mando, técnicas y conocimientos en las cúspides de la pirámide poblacional. Tal proceso acumulativo va dejando, en su indetenible periplo, miserias, oposiciones, envidias, rencores y hasta guerras por doquier. La desigualdad mexicana ha llegado a extremos por demás indecorosos para la dignidad del ser humano. Basta recibir cualquier periódico, de esos que llegan a los distintos hogares envueltos en celofanes o plásticos, con sus abultados anexos de contenido
social, para cerciorarse de las cabalgantes desigualdades que aquí rigen hoy día. Las redes sociales, donde se exhiben sin pudor los beneficiados del poder, se inundan con desatinos cotidianos y lastimosos provocados por exhibicionistas.
El desprestigio de la política, de los políticos, de los funcionarios, del Presidente de la República, los obispos, los diversos partidos, los organismos electorales, el gobierno, las elecciones como medios para dirimir el acceso al poder, van siendo retratados frente a los ciudadanos con calificaciones irrisorias. Cualquier crisis puede, en un momento desgraciado, desatar un proceso indetenible de violencia generalizada.
No hay, en estos días, instituciones que puedan mediar con autoridad moral ante las desavenencias entre mexicanos. No es un asunto sencillo o despreciable el resultado que arrojan las encuestas de opinión, sin importar mucho la calidad de su diseño. Todas, sin excepción, coinciden en mostrar la exigua confianza que, respecto de sus dirigentes o líderes, expresan los ciudadanos. Pero tal parece que esa numeralia pasa desapercibida para los encargados del gobierno, para legisladores y sus nubes de asesores, para el empresariado abusivo y sus asociaciones cupulares; para las llamadas élites en terminal instancia.