¿Quién administrará el descontento?
Hugo Aboites*
S
on tiempos veloces. Mientras un enorme y creciente número de mexicanos de toda edad y condición, en cuestión de semanas se está volviendo consciente de la fuerza que tiene su indignación y determinación de transformar al país, apresuradamente, y cada vez más alarmados, los actores hasta ahora encumbrados buscan afanosamente maneras de preservar las ventajas clasistas y el poder acumulado en estos últimos 30 años. Se mueven en el esquema acostumbrado, que combina la represión y los intentos de administración del descontento. En 68, el movimiento amplio de estudiantes primero fue descalificado, atacado luego mediante una represión violentísima y, más tarde, administrado por un Estado que algo entendió de las causas y el dinamismo de la protesta. Así, luego de Tlaltelolco, vino la
apertura democráticade Echeverría (iniciativas clientelares en el campo y la ciudad, integración de cuadros opositores, y una fuerte expansión de la educación superior) que permitió al Estado fortalecerse, retomar la conducción y subordinar y acotar en gran medida la fragmentada resistencia. El costo de esa administración fue alto: apenas una década más tarde (en los 80) el país ya estaba inmerso en la aventura neoliberal y, pese a la resistencia, no fue posible detener sus avances.
Es cierto que en los 70 se dieron logros en la movilización y se crearon, en el campo y la ciudad y también en la educación, estructuras para una agenda distinta a la autoritaria del régimen (el sindicalismo universitario, el fortalecimiento del derecho a la educación, nuevos modelos universitarios críticos y populares, propuestas pedagógicas libertarias). Pero estos esfuerzos quedaron aislados sin lograr constituirse en polos crecientes de un poder alterno amplio y nacional. Un poder autogestivo, capaz de interactuar con el Estado desde una posición de fuerza y autonomía. La receta represión-administración se ha aplicado desde entonces a los movimientos estudiantiles (y magisteriales) más recientes: se les descalifica, se les reprime y/o fragmenta internamente, y, ya debilitados, sus demandas vienen retomadas, ya no a partir de nuevas estructuras de participación y poder amplio creadas por las comunidades estudiantiles y académicas o magisteriales, sino unilateralmente, por las propias autoridades universitarias o educativas.
Hay, sin embargo, dos elementos radicalmente nuevos en este escenario. Uno es el movimiento de las comunidades zapatistas de Chiapas, notable porque logró romper con el esquema represión-administración, aparentemente invencible. Pudo primero eludir de manera audaz e inteligente la represión; de fuerza de guerra se convirtió en movimiento civil; logró crear y mantener una imagen de creciente legitimidad dentro y fuera del país; provocó incluso cambios constitucionales (artículo 2) y, lo más importante, pudo establecerse –a pesar del cerco y el acoso– en el administrador de sus propias demandas. Con las Juntas del Buen Gobierno creó una estructura que ha contribuido al bienestar y la cultura social y política de las comunidades y a la creación de un sistema educativo alterno al neoliberal. Lo más importante: ha sido capaz de establecer negociaciones y acuerdos tácitos con el Estado, y con eso ha podido ejercer su autonomía en un grado inusitado en la historia mexicana. Y con ese norte se mueven regiones de Guerrero, Oaxaca y Michoacán, y las luchas magisteriales. El otro elemento de radicalidad la ha venido ofreciendo el actual movimiento nacional que por su amplitud y la fuerza de sus demandas está logrando una fuerza inesperada que pone en jaque al gobierno. Y por eso tiene la posibilidad de enraizarse y estructurarse de forma permanente.
Hay que decir, finalmente, que la ruta de los poderes alternos no la inauguran estos movimientos. Si algo hemos visto en estas últimas décadas, ha sido la manera como se ha consolidado un nuevo poder nacional, capaz incluso de acorralar al Estado: el poder de los grandes monopolios y cúpulas empresariales, las gigantescas corporaciones internacionales (las legales e ilegales de la industria del narcotráfico), que cada vez con más fuerza infiltran las instancias estatales, los partidos y medios de comunicación, y que generan una constante corriente de corrupción, sangre y una profunda inestabilidad. En este contexto, el actual movimiento, como el zapatista, plantea demandas profundamente éticas, humanas y sociales, que ofrecen la oportunidad de dar paso a una profunda transformación. En un momento en que la
aperturagubernamental de 10 puntos (más policía, más vigilancia, más leyes) muestra que desde el Estado ya no hay propuestas sólidas para salir de la crisis, el surgimiento de un poder organizado, nacional, con estructuras permanentes y con claros objetivos sociales, es el único factor capaz de sentar nuevas bases de civilidad, propiciar una discusión mucho más amplia respecto del rumbo del país y darle a la nación una estabilidad que no podrá alcanzar si sigue como está, copada por el poder de la ganancia. Es ésta la única y más sólida esperanza.
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