miércoles, 18 de enero de 2017

COLUMNAS

A mí me encanta Dios

@rasocasmié 18 ene 2017 11:08
 
  
 
Foto propiedad de: Internet
Tomé el autobús a las 10.25 de la mañana rumbo a la Ciudad de México.  Venía dolido, muy dolido. El domingo en Oaxtepec me lo pasé solo, acompañado solo de mi soledad. Viví un estado de ánimos que paraliza, que te anonada y te pone entre melancólico y triste. Entras y sales, subes y bajas y no encuentras nada que te acomode. Tu mente toma un asunto y luego lo pierde porque el sentido anda distraído mirando o inventando otros universos. A los pocos minutos quise cambiar este estado de cosas y decidí apurar el término de una lectura que traía en retraso. Abrí las páginas faltantes de “Examen de mi padre” de Jorge Volpi y a los pocos minutos me di cuenta que mi congoja no encontraba sosiego. Algo empujaba la prisa como si un mastodonte me estuviera presionando para terminar esa lectura. Mis viejos ojos corrían renglón por renglón solo para pararse absortos en el cráneo de Velasio que, recargado sobre otro cráneo, ve fascinado cómo “nuestro cuerpo se volvió el centro de la naturaleza y una máquina cuyos componentes pueden ser desmontados y escrutados como los pernos y engranajes de un reloj. De allí, quizá, la melancolía de ese cráneo, mirando resignado, otro cráneo” (2)
Mi estado de pesadumbre médico-poética me lo  alteraron Enrique Peña Nieto y Miguel Ángel Mancera. Desde la caseta cercana al Colegio Militar hasta la zona hospitalaria de San Fernando, en Tlalpan, la autopista de cobro y la parte a ras de suelo, son un verdadero muladar. Por la autopista nadie circula, seguramente sigue sin terminarse después de la cacareada inauguración de hace más de dos meses que hicieron estos dos funcionarios buenos para nada. Por la parte baja, se produce tal atiborramiento de transportes, grandes y pequeños, que hacen perder los estribos a los más pacientes conductores y pasajeros. Hay señalizaciones que uno no se explica para qué carajos sirven, material de construcción por todas partes y los llamados fantasmas amarillos para abrir o cerrar espacios, están tirados por doquier.
Con los ánimos encrespados hasta el copete llegamos a la Central Sur de los autobuses Cristóbal Colón. Muchos que seguramente llevaban el tiempo medido, sudorosos y molestos casi corrían por los corredores de la terminal Taxqueña para tomar el Metro y llegar cuanto antes al trabajo o a sus domicilios. Ya en el andén con dirección al zócalo, miles y miles nos juntamos en pocos minutos. Los ánimos se convirtieron en un pandemónium. Todo mundo quería ganar un asiento para sentar la humanidad que todos ya traíamos arrastrando.
Por fin pudimos abordarlo. Como por arte de magia aparecieron decenas de personas, desde niños hasta ancianos, ofreciendo todo tipo de cosas. Desde libros de auto ayuda, pasando por llaveros, lámparas, pilas, cinturones, calcetas para el frio, hasta pomada a base de mariguana para los que ya andamos con reumas. Los pisotones y el sudor  hacían una mezcla de encabronamiento con olor a vinagre. Apenas se llegaba a una estación cuando otra oleada con mochilas a todo volumen te vendían todo tipo de discos de cuanto cantante ha parido esta sociedad. El Metro se ha convertido en la farmacia, en el mercado y en el muro, donde los políticos están retratando el hambre y los problemas del pueblo gracias a su infinita incapacidad para entender el sentido del artículo 39 constitucional.
Yo preguntaba en que estación íbamos porque el congestionamiento interno me impedía ver en que parada nos encontrábamos. En San Antonio Abad se bajaron miles de personas y un chiflón de aire fresco pudo inundar momentáneamente los compartimentos del metro. Apenas acabábamos de limpiarnos el sudor y de respirar aire que no estuviera contaminado de los humores de los chupirules, cuando en la estación Pino Suarez se sube una jovencita como de quince años amantando a su niña. Varios de los que iban sentados, dilectos le ofrecieron el asiento para cumplir con una regla de urbanidad cada vez más olvidada por los dormilones de siempre.
La muchacha rechazó el ofrecimiento y sin decir agua va, se puso a declamar el poema de Jaime Sabines “A mí me encanta Dios”. Yo como venía entre cansado y emputecido, me le quedé mirando escrutadoramente para poder descubrir si lo de ella y lo mío tenían cierto parecido. En sus ojos jóvenes no había alegría, más bien brotaba la misma irritación que yo traía y que sólo para explicaciones sociales llamaremos tristeza, o desaliento.
Curiosamente me fue ganando su voz, su pasión. Sentí que vivía el poema, y eso me enterneció. Se aflojaban mis facciones que traía tremendamente endurecidas por un fin de semana, de esos que se te presentan una, y otra y otra vez, y que tú, no quieres entender que eso que tanto vuelve sobre sus pasos, ya se acabó. Pues bien, esta mujer casi niña me cambió el ánimo. Llegué al Metro Hidalgo donde tenía que bajarme para tomar la línea CU Indios Verdes y llegar a mi casa. ¡No me bajé allí! Lo hice dos estaciones más adelante para oír terminar en su voz el poema que solo Sabines y ella saben declamar.
Tal vez la parte que dice que “Dios es un viejo magnífico que no se toma en serio, que le gusta jugar y juega, y que a veces se le pasa la mano y nos rompe una pierna o de plano nos aplasta, es porque es un poco cegatón y bastante torpe con las manos”…..A mí me encanta Dios, porque nos ha enviado algunos tipos excepcionales como Buda, como Cristo, como Mahoma o como a su tía Chofi”…  porque él como muchos de nosotros, sabe que “el pez grande se traga al chico, y que el hombre se traga al hombre. Y por eso inventó la muerte: para que la vida -no tú ni yo- sea para siempre”
(1)                  A mi me encanta Dios, poema de Jaime Sabines
(2)                  Examen de mi padre de Jorge Volpi, 10 lecciones de anatomía. Editorial Alfaguara
PD.- Felicitaciones a Carmen Aristegui por su regreso. Nunca se fue, pero algunos hubieran querido que se fuera

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