miércoles, 12 de junio de 2013

Ensanchar la desigualdad
Luis Linares Zapata
S
in importar el ya trágico fracaso del modelo neoliberal como ruta única del poder establecido en México, se continúa, bajo su égida y sin miramientos, ensanchando la desigualdad imperante. Paso a paso, sin descanso ni dudas, y hasta de manera acelerada, se acumulan tanto la riqueza como las oportunidades en ciertos grupos y personas. Y, como su obligada consecuencia, la precariedad y la miseria se instalan entre las mayorías. La evidencia empírica así lo muestra ya sin tapujos que valgan, tanto aquí como en casi todo el mundo. La caída del poder adquisitivo de los salarios, en el último cuarto de siglo (1987 a 2013) es de 80 por ciento. Sólo la acción concertada entre distintas clases de elites (bajo el mando financiero) y los medios de comunicación, han podido disfrazar los devastadores efectos de tal fenómeno. Una colección de académicos y difusores, bien apoyados por los beneficiarios de tan grotesco sistema, acuden presurosos para proclamar, de todas maneras, la inminente república del progreso prometido.
Esta perversa forma de gobernanza se inició en los centros hegemónicos allá por los años ochenta. La llegada a la presidencia de Ronald Reagan fue el punto de quiebre con el estado de bienestar antes imperante. A partir de ese momento la andanada contra los trabajadores y, en versión más abarcadora, contra todo aquel que no derive ingresos de su capital se inició a escala global. Antes de esos fatídicos años, el régimen impositivo para lo que se llamaba Corporate America era de 52 por ciento sobre los beneficios. Fueron aquellos los mejores tiempos de expansión económica y de bienestar creciente para los estadunidenses. Pero Reagan bajó los impuestos hasta 35 por ciento. Introdujo además variados subterfugios y desregulaciones que, aprovechados, han resultado en tributaciones de cuando mucho 17 por ciento. En la práctica hay empresas que pagan bastante menos que esa cantidad: Amazon (6 por ciento), Boeing (7 por ciento), Carnival (0.6 por ciento). Otras, como las listadas en la bolsa mexicana, aprovecharon la ola y ni siquiera pagan eso: todo lo eluden. Así, la aportación del capital a los ingresos del fisco estadunidense que era, antes de los ochenta, de un tercio del total (33 por ciento), empezó rápidamente a declinar. En consonancia con las reformas neoliberales su contribución se redujo hasta llegar, con las adicionales desgravaciones de Bush hijo, a ser de un raquítico 8 por ciento. El financiamiento de la inversión y el gasto público recayó, desde entonces y de manera inclemente, sobre el factor del trabajo, que ya aporta 80 por ciento del total. El efecto sobre la desigualdad, por tanto, ha sido monstruoso. El argumento para desgravar al capital fue el de inversiones crecientes y, derivado de ello, la creación de empleo. Ninguna de las dos cosas sucede de ese modo: las utilidades se van a la especulación y la precarización y el desempleo aumenta.
Esta situación de penuria hacendaria, similar a la de cualquier país, es la que, en efecto, viene generando el denostado déficit fiscal. Situación que no sólo afecta a Estados Unidos, sino a casi la totalidad de la Unión Europea, África, o a América Latina. La mediatización imperante inclina las culpas a la intervención del Estado en áreas no convenientes (económicas) o se le adjudica el mal al sindicalismo, al Estado obeso o, peor aún, al gasto social: léase pensiones, vivienda, educación, cultura o salud. Hasta la investigación científica resulta afectada y se recortan las cruciales inversiones en estas áreas. Las únicas entidades que se salvan de la chamusquina son las bancarias. A éstas se les rescata a costa de todo.
Tan injusta y maligna situación se enseñorea por todos lados bajo el férreo control del gran mundo de las finanzas con sus bancos centrales y los organismos multilaterales (FMI, BM) como brazos ejecutores y propagandísticos. México ha sido, en esta práctica, un alumno adelantado. Las aportaciones del capital al fisco aquí son por demás ralas, no llegan a 4 por ciento del PIB. Se suplen, de manera insuficiente, imponiendo un régimen de gestión (exportar crudo) e impositivo por demás perverso a Pemex. Bien se puede decir, con justicia y sin demagogia ni exageración alguna, que la riqueza petrolera del país se viene usando para subsidiar a todo aquel que extrae sus ingresos del capital a su disposición. Un grupo por demás minúsculo de la población del país.
Las razones, esgrimidas desde la casi totalidad de las tribunas, para castigar de tal manera al grueso de la población son varias. Todas, sin embargo, van mostrando sus garrafales fallas de lógica y justicia. Se asegura que la legislación laboral recién aprobada incrementará el empleo. Para ello es necesario precarizarlo vía la destrucción del actual. El régimen de pensiones privatizado acaba de perder 80 mil millones de pesos. Se dice que se recuperará. Posiblemente lo pueda hacer, pero será en el largo plazo. Mientras, pasarán años y los haberes de los trabajadores resentirán el faltante al momento de hacer efectivas las pensiones. Es por este tipo de razones que los suecos, después de privatizar (Afores) su régimen público de reparto, han retornado a él. Similar ruta siguieron los argentinos. Los chilenos, progenitores del sistema, lo han modificado sustancialmente ante el fracaso ya experimentado. La salud privada resulta sustancialmente más cara que la pública. De ello pueden dar pruebas contundentes los estadunidenses y su insostenible sistema de salud apoyado en aseguradoras privadas. Las lecciones que pueden extraerse se expresan en una narrativa que reza: una gran parte de los mexicanos ya no aceptan ser gobernados de esta, poco transparente, manera. Y, en contraparte, el poder establecido ya no puede gobernar como antes lo hizo.

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