Derechos humanos en la ciudad
Bernardo Bátiz V.
C
uando nace el liberalismo burgués en Europa, como antitesis del feudalismo medieval, surgen también los derechos humanos, en respuesta al absolutismo de los monarcas y al despotismo de los señores feudales y como una barrera frente a la ingerencia de cualquier tipo de poder político en la vida, bienes y dignidad de las personas.
El sistema liberal constituyó entonces un avance frente a las formas de gobierno y de organización social anteriores, pero a partir de ahí se desenvolvió, podríamos decir, en forma dispareja; se vivió en el mundo el amplio reconocimiento en el papel: constituciones y declaraciones de organizaciones internacionales, proclamaron por todas partes la vigencia, la defensa y la garantía de éstos derechos, pero en la práctica recibieron menosprecio y atropello.
Se desarrolló una face del liberalismo, la económica, y se descuidaron la igualdad y las libertades; surgieron con el tiempo nuevos poderes que ahora conocemos como fácticos, frente a los que no hay defensas formales ni efectivas, ni por parte de los ciudadanos, en lo particular, ni, frecuentemente, por parte de los poderes políticos legítimos.
Este fenómeno, por el que en la ley se reconocen plenamente los derechos humanos, mientras que se violan en la práctica, lo encontramos con distintos matices y en distinta medida en todas las entidades del país y a nivel federal. En la ciudad de México, las autoridades locales electas desde hace ya varios lustros en forma democrática indiscutible, están más identificadas con los electores que en otras entidades y niveles de autoridad. Por ello, en nuestra capital quienes gobiernan se han resistido con más firmeza a ser arrastrados por las corrientes tan de moda, contrarias a los derechos humanos.
El gobierno de la capital tiene agobios constantes al respecto; recibe presiones tanto del Ejecutivo federal como de los poderes fácticos, para que baje la guardia en esta materia y se incorpore abiertamente a las tendencias que consideran a los derechos humanos como estorbos a la
competitividady al
desarrollo, y se emplean a fondo en contra de quienes defienden y ejercen sus derechos.
Un observador imparcial puede ver que estos agobios al gobierno capitalino vienen de dos fuentes distintas y distantes. Por una parte de las presiones de las capas privilegiadas de la sociedad, que quieren disfrutar a plenitud sus propios derechos, pero no están dispuestos ni a reconocer ni a garantizar los derechos de otros sectores. A estos potentados y a las clases medias que los rodean, sirven y aspiran a parecérseles, les molesta la presencia de los pobres y mucho más que exijan oportunidades, reconocimiento, respeto y garantías a sus derechos, individuales y sociales. Por ello, exigen y presionan al gobierno capitalino, para que se sume a la línea represora, aumentando penas y tipos penales y buscando solución a los problemas sociales mediante el uso de la fuerza.
La otra pinza que presiona a las autoridades locales está dentro de su propia estructura, son los abusos de algunos sectores de la burocracia sobre la ciudadanía indefensa; aquí encontramos atropellos policíacos, el azote de las grúas (que el actual gobierno heredó del anterior), clausuras injustificadas, privilegios para algunos por parte de quienes en las oficinas públicas pretenden quedar bien o recibir alguna dadiva y todo un sinfín de pequeños o grandes atropellos que minan el buen entendimiento entre gobernantes y gobernados.
Para mantener las buenas relaciones en peligro, el gobierno citadino ha contado con el desempeño oportuno de los programas sociales que son un amortiguador eficaz de las desigualdades. Para todo lo demás requiere firmeza y carácter, también apoyo, que encontrará más que en compromisos políticos y económicos arriba, en la población abajo, que responde siempre a quien le sirve bien. Resistir espejismos y
cultivospuede ser un buen consejo.
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