domingo, 24 de mayo de 2015

El gran divorcio
Rolando Cordera Campos
E
n consonancia con su muy particular versión del diccionario universal de la holgura, el Banco de México nos anunció que redujo su proyección de crecimiento económico para este año. Por su parte, la Secretaría de Hacienda hizo lo propio; al parecer no le quedaba de otra sino acatar lo dicho y redujo la suya no sin dejar de celebrar la aportación mexicana a la milagrería universal: no importa que el crecimiento de la actividad económica esté por debajo de 3 por ciento al año, ya que en el país se generan empleos como peces y panes: de hecho casi nos acercamos al pleno empleo y, he aquí el milagro, sin que crezca la economía ni el Estado actúe como empleador de última instancia.
En paralelo, nos acercamos a la cita electoral en un contexto dominado por la violencia desalmada de los criminales y la amenaza abusiva de algunos grupos gremiales cuyos arietes no dicen su nombre ni enseñan la cara. Se trata de una opacidad viscosa que contiene panoramas desoladores de decaimiento ciudadano y renuncia al ejercicio de los derechos políticos fundamentales. A la vez, al hacer del dinero público moneda de cambio para el chalaneo de los partidos que viven de las prerrogativas, la autoridad le quita supremacía a la política y convierte su arbitraje y papel jurisdiccional en cámaras de compensación donde se compra y vende protección.
De aquí viene este nuevo tiempo de canallas que hace del espionaje y la infamia armas que sólo la estolidez dizque libertaria puede ver como virtuosas. La artera embestida contra Lorenzo Córdova pertenece a esta triste especie, nutrida por autistas que hacen de sus columnas obuses de calumnia y lucro al servicio del mejor y oculto postor. Quien merece respeto y consideración es el consejero presidente; los que no pueden ni ser mencionados son los chantajistas y quienes violan la ley flagrantemente. Pero es tiempo de canallas y todo está de cabeza, para desdoro mayor de la ilusión democrática.
Sea este el caso o no, lo cierto es que es la percepción que abruma a grandes capas de la ciudadanía que no sólo renuncian a su atributo de mandantes, sino que prefieren escaparse de la esfera pública para arroparse en la familia, la pandilla o el barrio. Ahí, según algunos ocasionados hallazgos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) se cuece y teje la felicidad, en el centro y debajo del malestar objetivo mayúsculo que producen la injusticia laboral, el mal empleo y la penuria fiscal y presupuestaria.
Disonancia o invención manipuladora, esta circunstancia no puede durar mucho tiempo suspendida por la proverbial paciencia de las capas populares mexicanas, temerosas de la inestabilidad pero no por ello menos conscientes de una desigualdad cercana, vecina de su colonia o presente a diario en el lujo callejero y vial, la noticia sobre las hazañas aéreas de los ricos y poderosos o las excéntricas noticias y reportajes sobre nuestros ricos y famosos. La desigualdad está cerca de todos, y no puede decirse más que sea fuente de regocijo o autosatisfacción de los que no la gozan y más bien sospechan que la sufren.
La insensibilidad de la política formal respecto de la cuestión social contemporánea ha sido apuntada de muchas maneras y desde hace años. La erección de una macroeconomía socialmente responsable de la que hablara hace tiempo el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) fue sucedida por la propuesta de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) de que ésta era o debía ser la hora de la igualdad. Por su parte, la propia Organización de los Estados Americanos (OEA) y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) nos habían advertido desde hace más de una década del peligro de deslizarnos de un descontento en la democracia hacia un malestar con la democracia. Más que nada, como fruto de una política blindada frente al reclamo social elemental y so pretexto de responder en primer término al reclamo democrático liberal que habría ganado consenso tras lustros de simulación autoritaria y parasitismo corporativo.
Pues bien, hoy, frente al desgaste fehaciente del sistema político que nos legara la transición de fin de siglo, hay que insistir en que sin la incorporación de la justicia social a ese reclamo liberal no habrá salida democrática y los liberales y transitócratas habrán de pasar por el trago amargo de la represión que en su nombre y so capa de defender sus ideales desplieguen los poderes constituidos. La ronda se acerca a su cierre.
Defender y fortalecer la democracia con más democracia es consigna fuerte, pero lo es sólo en la medida en que sea capaz de extender su entendimiento de la democracia como forma de gobierno constitucional, comprometido con la garantía de los derechos sociales y la extensión de la justicia. Esto es, hacia los ámbitos donde se forjan las relaciones sociales fundamentales, las que olvidamos y desatendimos por tanto tiempo en aras de una estabilidad negativa y autodestructiva y, sí, de la defensa y el triunfo de la libertad que pronto se volvió lujo de los desiguales.


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