jueves, 26 de enero de 2017

Donald Trump y el gigante egoísta
Soledad Loaeza
E
n 1989, Francis Fukuyama, que era entonces un funcionario de nivel medio del Departamento de Estado, publicó un ensayo titulado ¿El fin de la historia?, en el que planteaba que el colapso del socialismo era una discontinuidad histórica. Según él, el paradigma socialdemócrata de la posguerra había sido sustituido por el paradigma de la democracia liberal. El pasado 20 de enero, Donald Trump se dirigió a los reunidos en la plaza frente al Capitolio para pronunciar su primer discurso como presidente de Estados Unidos, el cual pudo haber titulado El principio de la historia, porque su intención era –y es– convencernos a todos de que con él se inicia una era de prosperidad y grandeza, un nuevo siglo dominado por la determinación de Trump de que su país sea el centro del universo y no mire más que por sus intereses, como si la historia de Estados Unidos hubiera sido otra cosa.
Esta interpretación de que su país ha vivido para otros y ha sido explotado por otros no sólo revela arrogancia, sino una inquietante ignorancia de su propio pasado, porque, ¿quién es capaz de sostener con seriedad la tesis de que las tropas estadunidenses se quedaron en Europa después de 1945 sólo para ayudar a los europeos? ¿Nada ganaba Estados Unidos con esa presencia en el continente? ¿Ni siquiera un mercadito chiquito? ¿O la tranquilidad de poder enseñar los dientes a la Unión Soviética para mostrarle quién mandaba? Sin embargo, el novel presidente estaba –y está todavía– tan lleno de sí mismo que afirmó: este es un movimiento histórico como nunca antes ha visto el mundo, y anunció un futuro construido sobre lo que él ve como las ruinas del paradigma liberal.
En el orden internacional actual, impulsado por el mismo Estados Unidos a partir de 1945, subyacía el principio de que las dimensiones del poder que había adquirido lo obligaban a asumir la responsabilidad de su ejercicio. De ahí que el presidente Roosevelt insistiera en la creación de agencias multilaterales, una de cuyas funciones era compartir el poder más o menos. Trump rechaza ese principio y propone ejercer ese poder brutal y francamente, sin guantes de terciopelo. Dos son, a mi manera de ver, los temas que implican la destrucción del orden internacional actual: la restauración del proteccionismo y el fin de las alianzas.
Una de las ventajas del agresivo discurso de Trump es que nos ha hecho recordar que nada dura para siempre. Los liberales de finales del siglo pasado nos hicieron creer que el libre mercado y la globalización habían llegado para quedarse, y que dar marcha atrás era impensable. El presidente de Estados Unidos, en cambio, a punta de declaraciones –eso sí altisonantes– ha cimbrado las reglas de ese mundo con tal energía y determinación que ha puesto en evidencia su fragilidad, nada más. Esto significaría que la globalización se tambalea por causas ajenas al discurso de Trump, aunque haya sido él uno de los primeros en intuir la erosión y explotarla. Es probable que el nuevo presidente no sea el origen de esa vulnerabilidad, sino su resultado, el síntoma de que la globalización fue un episodio relativamente breve de la historia, semejante al que sostuvo la prosperidad de la belle époque a finales del siglo XIX, pero sucumbió a la guerra de 1914.
Me parece que hay que pensar en la posibilidad de que la globalización y la liberalización comercial hayan cumplido su ciclo, y que ahora estemos ante el inicio de un nuevo momento proteccionista. Nada sugiere que el presidente Trump revise sus propuestas más radicales al respecto. No sólo eso. Su discurso del 20 de enero está poblado de la palabra protección o sus derivados.
El Brexit puede explicarlo en esos términos, aunque todo sugiere que la hostil expresión nacionalista de los británicos sea más bien una reacción a la creciente ola migratoria. En cambio, la crisis financiera española y, sobre todo, los enormes problemas de la economía griega y las furibundas reacciones que ha provocado en la población sí ponen al descubierto los costos de la experiencia de integración, y las tensiones que alimenta.
La profundización de la integración de América del Norte es uno de los objetivos de política exterior que presentó el presidente Enrique Peña Nieto a la opinión pública. Fue una sorpresa. No puede ser tan sordo su gobierno como para no reconocer el mensaje a todo volumen que ha mandado al mundo Donald Trump, quien rechaza los principios mismos sobre los que se funda el TLCAN. Si presenta el tema en el encuentro que tendrá con su homólogo estadunidense a finales de mes, se expone a un desaire mayúsculo o a la mofa que tanto le divierte a Trump, y de la que el presidente mexicano no parece enterarse siquiera.
La pax americana se construyó con base en un sistema de alianzas que protegía la presencia y la influencia de Estados Unidos en el mundo. Las críticas de Trump hablan de su país como si se tratara de un gigante egoísta, sin aliados. Ha invocado el fin de la Organización de Estados Americanos (OEA), de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), del Seato (South East Asia Treaty Organization) y del Anzus (Australia, New Zealand, United States Security Treaty). De ser así, entonces estamos ante una verdadera conmoción que no ocurrirá silenciosa y pacíficamente. Lo que Trump promete es un mundo de incertidumbre, inestabilidad y conflicto.
Los funcionarios mexicanos se muestran obsequiosos con el presidente de Estados Unidos; seguramente creen que va a entender las cuitas de México. Nada le importa menos. Así, Enrique Peña Nieto debe tener presente que el próximo 31 de enero no llega a ver a Trump él solo, porque, mal que bien, nos representa a todos, y si se arrastra nos arrastra a todos.

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