Pedro Miguel
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Sed de trascendencia
Los vestigios arqueológicos no conocen el descanso eterno ni alcanzan estadios inmutables. Evolucionan, experimentan una transformación permanente, son objeto de conservación, de saqueo y de impostura. No hay Palenque, no hay Troya, no hay Tiahuanaco en su estado original, porque los primeros que alteraron profundamente las fisonomías respectivas fueron los propios constructores y los mismos habitantes. Pero en algún momento se forjó un consenso para dejar las piedras tal como estaban, fijar las ruinas en un punto cualquiera de su proceso y convertirlas en símbolo. Si no se hacía así, qué tanto era tantito: por la vía de la alteración, Catedral podría transmutarse en MacDonalds y, atendiendo únicamente a la rentabilidad, habría sido aconsejable retirar de su colina los restos del Partenón y edificar allí el Atenas Hilton.
Qué tanto es tantito para la mentalidad patrimonialista del grupo que detenta el poder: si el petróleo es de la familia Mouriño y el presupuesto educativo del país pertenece a Gordillo Morales, lo de menos es que Teotihuacán sea propiedad de Enrique Peña Nieto, discípulo aventajado, en la materia de arqueología de calidad, de Miguel Alemán Velasco, el cual descagaló El Tajín en nombre de la promoción turística, y de Felipe Calderón, quien no hace mucho se volvió promotor de Chichén Itzá en un concurso internacional de belleza. El góber mexiquense cuenta con la buena disposición de Ricardo García Moll, notario nacional de antropología e historia, para hacer el traspaso reglamentario de las escrituras Que digan las comunidades circundantes que las pirámides son suyas, que la ley necee con que los monumentos pertenecen a la nación, que la UNESCO se canse de afirmar que el sitio es patrimonio de la humanidad; total, como decía el otro, el de Jalisco, el pueblo lo eligió (digamos) para hacer lo que le viniera en gana con los bienes públicos.
Al patrimonialismo ha de agregarse el afán de convertirlo todo en empresa lucrativa, no necesariamente para estar en condiciones de cambiar cada año el jet particular y el Mercedes Benz blindado sino también, y en última instancia, por acatamiento a una noción ontológica impresa en las circunvoluciones cerebrales profundas de estos muchachos que tan bien nos desgobiernan, a saber: la existencia es el ámbito de lo rentable; ergo, lo que no genera dividendos, no es; en particular, un antiguo vestigio de esplendor que no enriquezca a algunos contratistas amigos (o que no se traduzca en un chisguete de sufragios) no pasa de ser un montón de escombros inútiles.
Pero tal vez esas pulsiones sean accesorias y la motivación principal para taladrar piedras milenarias y colocar lámparas con camuflaje de guerra en sustitución de los dioses que merodeaban por los viejos taludes y tableros sea la insaciable obsesión de la pequeñez por engancharse a la grandeza: a las piedras milenarias de Teotihuacán les importan un comino las carreras políticas de Calderón Hinojosa y de Peña Nieto, y es entendible la exasperación de estos muchachos, ávidos de dejar aunque sea un rasguño en la piel de la historia, ante la indiferencia serena e inabarcable de las pirámides.
Si lo consiguen, no sólo empequeñecerán a Leopoldo Batres, a Manuel Gamio y a Alfonso Caso, sino que habrán dado al sitio arqueológico mexiquense una etapa adicional de historia: alguien en el futuro escribirá que, tras un tiempo de esplendor prehispánico y después de haber pasado por un abandono de milenios, Teotihuacán se incorporó a la cultura hipoclásica tardía que floreció en Las Vegas y que se difundió hacia el sur algunos milenios después del colapso de las sociedades mesoamericanas.
Otra posibilidad es que dejen de atormentar a las viejas edificaciones teotihuacanas y que alivien el afán propio de trascendencia mediante la construcción anticipada (hay que ser previsores) de sendos monumentos funerarios de policarbonato –un material que, como se sabe, puede ser más durable que la piedra y el mármol– y la colocación en ellos, por medio de adhesivos de alta resistencia (Kola-Loka, por ejemplo), de constancias inequívocas sobre el heroísmo, la majestad y la abnegación magnífica e imperecedera de estos gobernantes egregios.
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