EditorialAnte el desastre económico, cambiar el rumbo
El titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, anunció ayer que a partir del mes entrante habrá una “reducción del incremento” mensual al precio del diesel en 75 por ciento, como medida para atender “la problemática que viven productores del campo, de la pesca y del sector transporte” ante las constantes alzas del combustible. Así, el costo de éste aumentará cinco centavos cada mes en lugar de cada semana, como venía ocurriendo. El político michoacano expuso que su gobierno determinó realizar el ajuste pese a que “el precio en México continúa casi un peso por debajo del precio internacional” y afirmó que la medida significará “una reducción en los ingresos tributarios (…) de prácticamente 10 mil millones de pesos”, que se compensará con “una política de eficiencia y austeridad en el gasto corriente, particularmente en servicios personales y en algunas asesorías, que aumentaron significativamente en el presupuesto de este año”.
En un momento en que el país se enfrenta a un panorama alarmante y desolador, especialmente en el ámbito económico, cabría esperar de las autoridades, como mínimo, franqueza y recato discursivo. Con el anuncio de ayer, en cambio, el gobierno calderonista expresa lo contrario, pues pretende promover una medida que no recoge las demandas de los sectores afectados –los cuales piden el cese de los aumentos al diesel, no una disminución del ritmo de sus incrementos– ni revierte, como se afirma, los efectos de la política de precios de combustibles seguida por la actual administración.
Por añadidura, el funcionario incurrió en un recurso retórico insostenible: el “precio internacional” de los combustibles, el cual no existe. Hay, cierto, precios de referencia internacional para el petróleo, pero los de los combustibles varían de país en país –pueden ser 50 por ciento mayores que los que rigen en México, o bien 90 por ciento más baratos– y, en el caso de nuestro país, ni siquiera están sujetos a las cotizaciones internacionales del crudo, sino que son controlados por el gobierno federal a instancias de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público. Es obligado preguntarse, en todo caso, por qué no se sigue este mismo criterio para ajustar a la baja el precio de las gasolinas en el momento actual, cuando ese combustible se ha depreciado en otros países a consecuencia de la caída en la cotización de los hidrocarburos.
Adicionalmente, el aserto de que el costo de la reducción se compensará con recortes en rubros que “aumentaron significativamente en el presupuesto de este año” implica una confesión del jefe del Ejecutivo con respecto a la existencia, en el ámbito de la administración pública, de abultados gastos frívolos e innecesarios. Tal situación es particularmente inaceptable si se toma en cuenta que para la mayor parte de la población la actual crisis económica no comenzó hace unas semanas, por más que el discurso presidencial así parezca sugerirlo, y que la pobreza, la marginación, la desigualdad y el atraso social son realidades de larga data que ya estaban presentes en el momento en que Calderón asumió el cargo y cuyo combate exigía, desde entonces, entre otras acciones, de “políticas de eficiencia y austeridad en el gasto corriente”.
Por lo demás, el gobierno federal hace un flaco favor a su imagen al aplicar medidas, como la comentada, que bien pudieron haber tenido sentido meses o incluso años atrás, pero que en el momento presente parecen meros actos de simulación o reacciones tardías, parciales y defensivas ante las manifestaciones de protesta que tienen lugar en diversos puntos del país por el creciente precio del diesel. Con ello se refuerza la postura de quienes sostienen que el gobierno federal no logra tomar la iniciativa, e incluso que no está a la altura de las circunstancias para enfrentar una crisis económica que comienza a manifestarse en toda su crudeza.
En efecto, son preocupantes las estimaciones del Banco de México de que la economía nacional decrecerá entre 0.8 y 1.8 por ciento en 2009; las proyecciones del mismo organismo en materia de desempleo, que anticipan una baja de entre 160 mil y 340 mil trabajadores en el sector formal de la economía para el presente año, y sus informes en torno a las caídas en las remesas en 3.6 por ciento; los reportes sobre la pérdida del poder adquisitivo de los salarios –que acusaron, en diciembre, una caída real de 1.74 por ciento, según estadísticas de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social–, además de los cientos de miles de historias personales y familiares de sufrimiento, incertidumbre y zozobra que se hallan detrás de los indicadores macroeconómicos.
Es urgente que el gobierno comience a dar signos de comprensión de la gravedad de esta coyuntura, y que cobre conciencia de que lo que se necesita es una política económica viable, que introduzca elementos de redistribución de la riqueza y reduzca, en esa medida, la insultante desigualdad que recorre la nación; que reconozca la necesidad de reactivar la economía y el mercado internos; que sea sensible hacia las necesidades de la gente, y que se decida a buscar nuevos paradigmas, más allá de posturas económicas fundamentalistas que han fracasado en el planeta y que han arrastrado en su naufragio a la mayor parte de los países.
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