jueves, 29 de enero de 2009

Y CURIOSAMENTE SE DICEN "EL GOBIERNO DEL CAMBIO"

Adolfo Sánchez Rebolledo

Todo, menos el cambio
Frente a la fuerza objetiva de la crisis, algunos discursos pierden significado al momento de pronunciarse y las grandes palabras se convierten en eufemismos. Así le ha venido pasando al secretario de Hacienda, el mago capaz de transformar la catástrofe que se nos avecina en mera “incertidumbre”, esa incierta tierra de nadie donde yace la retórica que acompaña las grandes promesas de gobierno. En lugar de ofrecer una visión realista y articulada del presente, útil para deliberar sobre qué hacer para escapar del atolladero, el secretario de Hacienda se esfuerza por hacernos tragar la píldora de nuestras “fortalezas”, el gastado optimismo que sólo se regocija con las cifras contables, pero ignora la realidad a la que se enfrentan los ciudadanos para los que, en teoría, trabaja.

Cualquiera que tenga un mínimo de capacidad de observación y sensibilidad advierte que la situación se deteriora a pasos agigantados. La pérdida del empleo golpea a las familias y cancela las esperanzas de los jóvenes. La crisis, ya lo hemos vivido, deja en la orilla la educación de millones, deteriora la convivencia en cuanto –sin la acción equilibradora del Estado y la participación ciudadana– instaura la ley de la selva en el mundo salarial, quebranta resistencias productivas y fomenta la desigualdad a grados extremos.

Ése es el cuadro en el que nos movemos debido a la crisis internacional que ya ha comenzado a afectarnos. Pero el gobierno, tal vez porque no estaba preparado para imaginar siquiera el fracaso del modelo económico que con tanto ahínco se aclimató en México, carece de reflejos, se ve lento y redundante; se mueve en círculos que van de la aceptación de algunas insuficientes medidas “contracíclicas” cuya aplicación parece posponerse sin razón, a la reiteración de un enfoque incapaz de trascender el viejo discurso.

A diferencia de lo que hoy se dice y discute en Estados Unidos al calor del relevo presidencial, aquí el gobierno no acepta la urgencia de ensayar una política económica distinta. La palabra cambio no existe en su minidiccionario de bolsillo.

La falta de aliento de Estado entre los gobernantes es tan notoria como decepcionante. Mientras el Banco de México ofrece un panorama desolador de franca recesión, el secretario de Hacienda persiste en tratarnos de convencer de que no hay conexión alguna entre lo hecho en los últimos sexenios y la situación actual. Cuando conviene, claro, todo mal viene de fuera, justo de ese mundo globalizado del que solía esperarse un dulce río de prosperidad. O del pasado estatista-revolucionario. O de la fatalidad que nos asigna más crisis de las que un secretario de Hacienda pueda resistir. Ni una sola palabra, en fin, sobre los efectos perniciosos de la integración que no toma en cuenta la desigualdad, las famosas “asimetrías” que los negociadores mexicanos del TLC escamotearon como el mal menor en la Gran Operación Integradora.

En el mundo perfecto del secretario Carstens no hay una línea que permita comprender por qué se deshizo el tejido social que permitió a generaciones de mexicanos no sucumbir a la urbanización salvaje, a las crisis o el hambre crónica. Puro elogio de sí mismo. Los “valores” aparecen sobrepuestos a los objetivos económicos y los actores de carne y hueso se desvanecen como si fueran simples datos. Nada sobre la ortodoxia nativa que ve en la regulación financiera al enemigo a vencer. Nada sobre el error que permitió abandonar, junto con la noción eficiente de mercado interno, el menor apunte industrializador, la renovación del mundo rural, la revolución en ciencia y tecnología como plataforma para mejorar la productividad.

Si no fuera trágico, daría pena ver cómo Cartens –y el Presidente en ruta hacia Davos– se esfuerzan todavía en vender a nadie el catálogo de reformas estructurales, incluidas aquellas que son papel mojado. No extraña que en un foro dedicado a preguntarse con angustia cómo crecer, el secretario responda pidiendo la reforma laboral, la venta patrimonial del ejido y otras lindezas.

El cuadro aterrador de una economía marcada por la caída del precio del petróleo y las exportaciones, la disminución de las remesas y la pérdida del empleo no mueve al funcionario a bosquejar alternativas fiscales, a la reflexión que corresponde al conductor de la hacienda pública de un país del tamaño de México, sino a ofrecer pequeñas lecciones de sabiduría económica convencional.

A esas conclusiones se sumarán mañana los menguados “capitanes” de la iniciativa privada, siempre en pos de un trato privilegiado, como si a su impericia no añadieran la voracidad desmañanada de quien ya se daba como “sujeto” del México moderno. Pedirán la reforma laboral para despedir y contratar sin limitaciones a trabajadores sin redes de protección social y todo, claro, en aras del individualismo, del arcaico comunitarismo de raíz religiosa que, en otras esferas no tan distantes, clama contra “los talibanes del laicismo”.

Sería deseable que en un foro consagrado a reflexionar sobre el momento y las opciones nacionales, los responsables del gobierno elevaran la mira. O se fueran a su casa.

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