domingo, 29 de marzo de 2015

La renuncia
Rolando Cordera Campos
E
l secretario propone y don Dinero dispone y, si se descuida, lo regañan. Después del regodeo banquero, cuyos personeros nos informaron que no la habían pasado tan bien en años, siguió el discurso presidencial y el de su secretario para confirmar lo que los señores del crédito y las comisiones reclamaban sotto voce y hasta airadamente: frente a los malos tiempos que llegaron y no se irán, sólo quedan sangre, sudor y lágrimas, que no se repartirán con criterio de equidad y sentido de igualdad, sino conforme a los pesos de cada quien. Pero sin proporcionalidad alguna; mucho menos progresividad, como alguna vez ofrecieron.
Queda para el examen de los estudiosos (conste que no los llamo expertos) las expectativas del secretario sobre los precios del crudo; después de todo, nadie puede reclamar para sí la verdad absoluta en materia petrolera. Queda también para la historia la desvergüenza de una clase política que al frente de un país que tiene la decimotercera o cuarta economía del mundo –con más de 120 millones de habitantes, más de la mitad de ellos en pobreza– tiembla y cae en la histeria fiscal y luego política, porque el precio de un producto de los muchos que exporta se redujo. Vaya modernidad y vaya Estado.
Lo que no debería quedar sólo al escrutinio de los que saben y estudian el tema (conste: no los llamo expertos) es el destino, el monto y la composición de la gesta churchilliana a la que convoca el secretario de Hacienda, doctor Luis Videgaray, quien, según cualquier criterio republicano, tendría que dar cuenta –rendirlas, dice el verbo de ahora– de sus decisiones y las implicaciones económicas y sociales de las mismas.
¿Por qué ahora?; ¿de dónde sacaron sus colaboradores los montos y los sectores para el recorte?; ¿qué implica y cómo afecta su propuesta el bienestar y el malestar social de los mexicanos, en particular de los más vulnerables?, son cuestionamientos que deberían marcar el discurso del secretario y, sobre todo, el de quienes deben cuidar el buen uso de los recursos públicos que el Estado recauda y debe devolver bajo la forma de bienes y servicios públicos. Nada de esto han hecho el secretario y sus colaboradores ni, que se sepa, los diputados y sus asesores.
En muchas ocasiones he citado y recomendado un agudo y agresivo escrito de don José Alvarado sobre elMisterioso caso de la Secretaría de Hacienda. No lo haré más, o no esta vez, porque el gran periodista y escritor que fue Alvarado ha sido vencido, pero no por Hacienda, sino por quienes deberían ser sus regulados, socios menores, súbditos: los banqueros. Desde el año pasado se fraguó esta victoria y hubo de ser precisamente en Acapulco donde el gobierno, el presidente y su secretario, anunciaran su renuncia a hacer política económica y así dejar de lado una de las tareas fundamentales del Estado.
Después de la rebelión burguesa contra la reforma fiscal aprobada en 2013, el gobierno propuso una curiosa e intrigante tregua fiscal, que consistiría en comprometerse a no proponer nuevos impuestos ni a elevar los existentes. Pero, encarrilados, los del dinero reclamaron disminuir los impuestos y, coreados por todo tipo de galerías mediáticas, de la derecha a la izquierda, decidieron que el estancamiento económico era fruto de la arbitrariedad fiscal propuesta por Hacienda y aprobada por el Congreso. Sin sustento alguno, el dicho se volvió canon, dominando el discurso cotidiano sobre la política económica.
Al llegar la caída de los precios internacionales del crudo, que se anunció con antelación a la discusión sobre la Ley de Ingresos y el proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación para 2015, la maña hacendaria vio su oportunidad; ante la reducción de los ingresos petroleros no hay alternativa: nada de aumentar o inventar impuestos, nada de mayor déficit y deuda, sólo recorte del gasto y que topen chivas, como dicen que dijo el presidente De la Madrid ante el ajuste draconiano impuesto por la crisis de la deuda externa.
Hoy no hay crisis de deuda, sino espacio fiscal manejable. Tampoco, al parecer, crisis política en las cumbres del poder, como la que desató la nacionalización de la banca. Lo que sí se extiende es el malestar social, una pobreza masiva y encanijadamente asociada a la desigualdad; también la feria de vanidades ofensiva a que se han dado los grupos pudientes y privilegiados.
Lo que parece privar es el miedo, cuando es al miedo a lo único que hay que temerle en circunstancias tan críticas y peligrosas como las que vive México. Y eso no lo dijo Winston Churchill, sino Roosevelt, quien, desde el privilegio, se atrevió a jugársela con los de abajo, que eran mayoría, lo apoyaron y votaron.

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