Si las pasadas elecciones fueron un auténtico proceso democrático, la democracia es un sistema nefasto y perverso, pues su resultado no podría ser peor: el regreso triunfal del partido más antidemocrático a la Presidencia de la República, y la recuperación de éste como la representación política más importante. En suma, el regreso de la dictadura perfecta por la vía democrática (por supuesto no es el primer caso en la historia). Caen en esta paradójica situación quienes hacen del voto un fetiche, defienden una democracia abstracta (con pretensiones de concreta) y descalifican a quienes, usando las vías legales, exigen a los tribunales la corrección de las perversiones en el proceso electoral. Esa democracia, argumentan sus panegiristas, evidenció sus virtudes: en otros ámbitos, el poder quedó en manos de la oposición, el pueblo premió y castigó a los partidos, y el sistema político mexicano conservó adecuados equilibrios. Sin embargo, sabemos muy bien lo que significa el poder presidencial en manos del PRI. Además, ni el PAN, ni el Partido Verde ni el Panal son oposición al PRI sino espacios relativamente distintos de un mismo proyecto: la entrega total del país a los grandes negocios, a los intereses del gran dinero, y la consecuente acentuación de las desigualdades que mucho tienen que ver en el resultado de las elecciones. Y por supuesto es necesaria la pregunta: ¿qué le premiaron los electores al PRI?
La explicación obvia de esta paradoja está en el carácter antidemocrático del proceso y de toda la estructura política, social y económica del país, en la falsificación de la democracia, en la reducción de la democracia al cumplimiento de unas pocas reglas formales para elegir gobernantes. No se trata de despreciar esas reglas, la demanda es que se cumplan todas las reglas para que la democracia deje de ser pura forma y adquiera algo de sustancia. Por supuesto, quienes dirigen el sistema y se benefician de él –PAN, PRI y la oligarquía, la mafia pues– no se hacen enredos con modelos y teorías de la democracia, y por supuesto las instituciones, las leyes y la ética les dan risa: recuperan (conservan) el poder total, haiga sido como haiga sido. Para éstos no hay contradicción, pues no hay lógica alguna que les preocupe.
Nuestra democracia, se argumenta, está en construcción, sus defectos obedecen a su corta edad, y experiencias como las de los meses pasados servirán para corregir las leyes; y sí, habrá que hacerlo, pero nada se avanzará si se sigue menospreciando el asunto de fondo: la esencia de la democracia. En realidad, en el entusiasmo de algunos comentaristas defensores del pasado proceso electoral no se percibe una convicción democrática clara y sólida, su único reclamo es la defensa del voto (de los votos a favor de Peña Nieto). En no pocos casos es clara su motivación: la repulsa a López Obrador, al PRD y a la izquierda, no la defensa de la democracia, pues ninguna preocupación manifiestan por el asunto de fondo: el gobierno del y para el pueblo y el combate a la desigualdad.
Sorprende que muchos académicos muy bien calificados reduzcan la democracia a las elecciones de gobernantes. Sorprende su formalismo, su omisión en cuanto a los análisis sociales, culturales, históricos indispensables para explicar la compleja realidad social y política de nuestro país y los comportamientos de los diversos sectores de mexicanos en estos procesos electorales. Adoptan un concepto vulgar de democracia y pasan por alto que ésta no es solamente una estructura y un régimen político (mucho menos un mero mecanismo tramposo de elección de gobernantes), sino un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo (artículo tercero constitucional); y pasan por alto que el régimen político democrático y el constante mejoramiento del pueblo no son dos elementos aislados, sino dos caras de una misma moneda.
Al revisar la situación del país resuenan las palabras de Rousseau hace más de dos siglos. “No podremos lograr más participación democrática sin un cambio previo en la desigualdad social y en la conciencia, pero no podemos obtener los cambios en la desigualdad social y la conciencia sin un cambio previo en la participación democrática (…) Para que la democracia subsista es indispensable que ningún ciudadano sea tan opulento como para poder comprar a otro, ni ninguno tan pobre como para que se vea obligado a venderse”. En el siglo XVIII causaba azoro que alguien tuviera que venderse para vivir. Hoy, la gran mayoría del pueblo mexicano no tiene otra forma de subsistir que venderse, y la venta del voto es hermana menor de esa deshumanizante venta vital.
Imagino a cualquiera de los plutócratas de este país formado en la fila para votar, condescendiente voltea a ver al obrero formado atrás de él y le dice: ya ves, después de todo, somos iguales, un voto cada uno. Con su autoridad académica los panegiristas de estas elecciones validan la ideología dominante, en la que la competencia (en el mercado y en las elecciones) es el mecanismo ideal y justificador de todo, igualador de todos, espacio que no distingue entre las finalidades de los competidores. Para estos demócratas abstractos, la ética y cualquier otro valor moral no están en su bagaje conceptual: si compiten hampones disfrazados de políticos contra políticos auténticos (esto es, que se guían por principios éticos), no lo pueden ver.
En la desigualdad tan grande que prevalece en nuestro país la democracia encuentra enormes dificultades. Más aún cuando esa desigualdad es la base para el fraude y toda clase de abusos. La participación cívica y política requiere determinadas condiciones culturales y materiales. El pueblo trabajador, agobiado con jornadas reales de 12 horas diarias o más, sólo con enormes sacrificios puede ocasionalmente ocuparse de los asuntos públicos, de la vida en su comunidad; para ello además necesita una fuerte convicción, un determinado nivel de conciencia, alguna esperanza. Esta es la función educativa que desempeña la lucha en defensa de la democracia y la dignidad.
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